-Entre aquellas ruinas de más allá -dijo la anciana señalando unos muros desmantelados y unos montones de piedra algo distantes de la montaña- se encuentra un pozo profundo y tenebroso que llega hasta el mismo corazón del monte. Lo que es yo no me atrevería por mi parte a mirar por el brocal por todo cuanto dinero hay en el mundo, pues cierta vez, hace de esto ya bastante tiempo, un pobre pastor de la Alhambra, que guardaba sus cabras en ese paraje, bajó al pozo en busca de un cabritillo que se le había caído dentro, salió de allí, ¡santo Dios!, pálido y sobrecogido, y contando tales y tan portentosas cosas que había visto, que todo el mundo creyó que había perdido el seso. Estuvo delirando dos o tres días con los fantasmas de los moros que le habían perseguido en la caverna, y no hubo en mucho tiempo medio de persuadirlo a que subiese de nuevo a la montaña. Por su desgracia volvió al fin, y, ¡pobre infeliz!, no se le volvió a ver más. Sus vecinos encontraron sus cabras pastando entre las ruinas moriscas, y su sombrero y su manta junto a la boca del pozo, pero no se supo qué fue de él.
La muchacha del jardinero escuchó con gran atención aquella historia, y, como era en extremo curiosa, se apoderó de ella un vivo deseo de asomarse a explorar el terrible y fatídico pozo. Separose, pues, de sus compañeras y se dirigió a las apartadas ruinas, y, después de andar tropezando por algún tiempo, llegó a una pequeña concavidad en la cima de la montaña, junto al declive del Valle del Dauro, oscuro como boca de lobo, lo cual daba suficiente idea de que en su centro se abría la boca de la famosa cisterna. Sanchica se aventuró a llegar hasta el borde y miró hacia el fondo, su profundidad. Helósele la sangre en el cuerpo a la muchacha y se retiró llena de pavor; volvió a mirar de nuevo y volvió a retirarse otra vez; repitió por tercera vez la operación, y el mismo horror le hacía ya sentir cierta especie de deleite; por último, cogió un gran guijarro y lo arrojó al fondo: por algún tiempo bajó la piedra silenciosamente, pero al cabo de un momento se sintió su violento choque contra alguna roca saliente, y luego que botaba de un lado para otro y que producía un ruido semejante al del trueno, hasta que, finalmente, sonó en agua a grandísima profundidad, quedando todo otra vez en silencio completo.
Este silencio, sin embargo, no fue de mucha duración; pues no parecía sino que se había despertado algo en aquel horrible abismo; empezó por elevarse poco a poco del fondo de la cisterna un zumbido semejante al que producen las abejas en una colmena; este zumbido fue creciendo más y más, y, por último, se percibió, aunque débilmente, cierto clamoreo como lejano y el estrépito y ruido de armas, címbalos y trompetas, como si algún ejército marchase a la guerra por entre los antros y profundidades de aquella montaña. Retirose la mozuela aterrorizada y volvió al sitio donde había dejado a sus padres y compañeros; pero todos habían desaparecido y la hoguera estaba agonizante y despidiendo una débil humareda a los pálidos rayos de la luna.
Ya las fogatas que habían ardido en las próximas montañas y en la Vega se habían también extinguido completamente y todo parecía haber quedado en reposo. Sanchica llamó a gritos a sus padres y a algunos de sus conocidos por sus respectivos nombres, y, viendo que nadie respondía, bajo rápidamente a la falda de la montaña y los jardines del Generalife, hasta que llegó a la alameda que conduce a la Alhambra, y sintiéndose fatigada se sentó en un banco de madera para tomar alientos. La campana de la Torre de la Vela dio en aquel momento el toque de la medianoche; reinaba un pavoroso silencio, como si durmiese la Naturaleza entera, oyéndose tan sólo el casi imperceptible murmullo que producía un oculto arroyuelo que corría bajo los árboles. La dulzura de la atmósfera iba ya adormeciendo a la muchacha, cuando de pronto vislumbró cierta cosa que brillaba a lo lejos, y, con no poca sorpresa suya, divisó una gran cabalgata de guerreros moriscos que bajaba por la falda de la montaña, dirigiéndose a las alamedas de la Alhambra. Unos venían armados con lanzas y adargas, y otros con cimitarras y hachas; cubiertos con fulgentes corazas que brillaban a los rayos de la luna, y montados en soberbios corceles que corveteaban y piafaban e iban orgullosos tascando el freno; pero el ruido de sus cascos era sordo, como si estuviesen calzados de fieltro. Los jinetes llevaban en sus semblantes la palidez de la muerte; entre ellos cabalgaba una hermosa dama, ciñendo una corona su tersa frente y llevando sus largas trenzas rubias adornadas de perlas, así como la cubierta de su palafrén, de terciopelo carmesí bordado de oro. Caminaba la noble señora sumida en la más profunda tristeza y con la mirada fija en el suelo.