El soldado, además, era hombre alegre y jocoso, y bromeaba con todos los que se acercaban a su ventana, dirigiendo galantes requiebros a las muchachas. Procurose también una mala guitarrilla, y, sentado a la ventana, entonaba canciones y coplas amorosas, con las que deleitaba a las hembras de la vecindad, que se reunían por la noche en la explanada y bailaban boleros al son de su música. Como se había afeitado la inculta barba, se hizo agradable a los ojos de las muchachas, y hasta la humildita criada del gobernador confesó que su picaresca mirada era irresistible. Esta sensible joven demostró desde el principio una tierna simpatía por sus desgracias, y, después de haber pretendido en vano mitigar los rigores del gobernador, púsose a dulcificar privadamente su cautiverio, por lo que todos los días llevaba al prisionero algunas golosinas que se perdían de la mesa del gobernador o que escamoteaba de la despensa; esto sin contar de vez en cuando con tal o cual confortable botella de selecto Valdepeñas o rico Málaga.
Mientras ocurría esta inocente traicioncilla dentro de la misma ciudadela del viejo gobernador, fraguaba un amago de guerra sus enemigos exteriores. La circunstancia de haber encontrado al supuesto ladrón un bolsón lleno de monedas y alhajas fue contada exageradamente en Granada, por lo que se suscitó una competencia de jurisdicción territorial por el implacable rival del gobernador, el capitán general. Insistió éste en que el prisionero había sido capturado fuera del recinto de la Alhambra y dentro del territorio en que ejercía él autoridad; por consiguiente, reclamó su persona y el spolia opima cogido con él. El fraile, a su vez hizo una delación semejante al gran inquisidor sobre las cruces, rosarios y otras reliquias contenidas en el bolsón, por cuyo motivo reclamó éste también al culpable por haber incurrido en el delito de sacrilegio, sosteniendo que lo robado por el ladrón pertenecía de derecho a la iglesia y su cuerpo al próximo auto de fe. El gobernador hallábase dado a los diablos ante estas reclamaciones, y juraba y perjuraba que antes de entregar al prisionero le haría ahorcar en la Alhambra, como espía cogido en los confines de la fortaleza.
El capitán general amenazó con enviar un destacamento de soldados para transportar al prisionero desde las Torres Bermejas a la ciudad. El gran inquisidor también intentaba enviar algunos familiares del Santo Oficio. Avisaron al gobernador cierta noche de estas maquinaciones.
-¡Que vengan -gritó- y verán antes de tiempo lo que les espera conmigo! ¡Mucho tiene que madrugar el que quiera pegársela a este soldado viejo!
Dictó, por consiguiente, sus órdenes para que el prisionero fuera conducido al romper el día a un calabozo que había dentro de las murallas de la Alhambra.
-Y oye tú, niña -dijo a su modesta doncella-, toca a mi puerta y despiértame antes de que cante el gallo, para que presencie yo mismo la ejecución de mis órdenes.
Vino el día, cantó el gallo, pero nadie tocó a la puerta del gobernador. Ya había aparecido el sol por la cima de las montañas cuando se vio despertado el gobernador por su veterano cabo, que se le presentó con el terror retratado en su semblante.
-¡Se ha escapado! ¡Se ha escapado! -gritaba el cabo tomando alientos.
-¿Cómo? ¿Quién se ha escapado?
-¡El soldado!... ¡El bandido!... ¡¡¡El diablo!!!... Pues no sabemos quién es. Su calabozo está vacío, pero la puerta cerrada, y nadie se explica cómo ha podido salir.
-¿Quién lo vio por última vez?
-Vuestra criada, que le llevó la cena.
-Que venga al momento.
Aquí hubo otro nuevo motivo de confusión: el cuarto de la modesta doncella estaba también vacío y su cama indicaba que no se había acostado aquella noche; era evidente que se había fugado con el prisionero, pues se recordó que días antes sostenía frecuentes conversaciones con él.
Este último golpe hirió al gobernador en la parte más sensible de su corazón; pero apenas tuvo tiempo para darse cuenta de lo ocurrido cuando se presentaron a su vista nuevas desgracias, pues al entrar en su gabinete se encontró abierta su arca y que había desaparecido el bolsón del soldado y con él dos sendos talegos atestados de doblones.
¿Cómo y por dónde se habían escapado los fugitivos? Un labrador ya anciano, que vivía en un cortijo junto a un camino que conducía a la sierra, dijo que había oído el ruido del galope de un poderoso corcel que iba hacia la montaña poco antes de romper el día; asomose, pues, a una ventana y pudo distinguir un jinete que llevaba una mujer sentada en la delantera.
-Mirad las caballerizas -gritó el gobernador manco.
En efecto, se registraron las caballerizas, y todos los caballos estaban atados a sus respectivas estacas, menos el caballo árabe, que en su lugar había sujeto al pesebre un formidable garrote y junto a él un letrero que decía:
Al buen gobernador manco
regala este animalejo
un soldado viejo.
Leyenda de las dos discretas Estatuas