Читаем Cuentos de la Alhambra полностью

Su Excelencia comprenderá fácilmente cuán grande sería mi sorpresa no viendo a mi alrededor más que pitas y chumberas, los productos de los climas meridionales, y luego esa gran ciudad allí abajo, con sus numerosas torres y palacios y con su gran Catedral. Descendí del Cerro cautelosamente llevando mi caballo de la brida, pues temí montarme en él, no me fuera a jugar una mala pasada. Cuando bajaba me encontré con vuestra ronda, la cual me informó ser Granada la ciudad que se extendía ante mi vista, y de que me encontraba en aquel instante próximo a las murallas de la Alhambra, la fortaleza del temible gobernador manco, terror de la encantada morisma. Al oír esto signifiqué mi deseo de que me hicieran comparecer ante Su Excelencia, a fin de darle cuenta de todo lo que había visto, y de que se impusiera de todos los peligros que le rodean, y para que pueda vuecencia tomar a tiempo sus medidas para salvar la fortaleza y hasta el reino mismo de las asechanzas del ejército formidable y misterioso que vaga por las entrañas de la tierra.

-Y decidme, amigo, vos que sois un veterano que ha llevado a cabo tan importantes servicios -le dijo el gobernador-, ¿qué me aconsejáis para prevenirme de tamaños peligros?

-No está bien que un humilde soldado que no ha salido nunca de las filas pretenda dar instrucciones a un jefe de la sagacidad de Su Excelencia; pero me parece que debería mandar tapiar sólidamente todas las grutas y agujeros de la montaña, de modo que Boabdil y su ejército quedasen eternamente sepultados en sus antros subterráneos. Además, si este reverendo padre -añadió el soldado respetuosamente, saludando al fraile y santiguándose con devoción- tuviera a bien consagrar las tapias con su bendición y poner unas cuantas cruces, reliquias e imágenes de santos, creo que sería muy suficiente para desafiar toda la virtud y el poder de sortilegios de los infieles.

-Eso sería, indudablemente, de gran efecto -dijo el fraile.

El gobernador entonces puso su único brazo en el puño de su espada toledana, fijó la vista en el soldado, y moviendo la cabeza le dijo:

-¿De modo, don bellaco, que creéis positivamente que me vais a engañar con toda esta patraña de montañas y moros encantados?... ¡Ni una palabra más!... Sois ya ciertamente un zorro viejo; pero tened entendido que tenéis que habérosla con otro más zorro que vos, que no se deja engañar tan fácilmente. ¡Hola! ¡Guardias, aquí! ¡Cargad de cadenas a este miserable!

La modesta sirvienta hubiera intercedido de buena gana en favor del prisionero; pero el señor gobernador le impuso silencio con una severa mirada.

Hallábanse maniatando al militar, cuando uno de los guardias tentó un bulto voluminoso en su bolsillo, y sacándolo fuera vio que era un gran bolsón de cuero, al parecer bien repleto. Cogiéndole por el fondo, vació su contenido sobre la mesa, ante la presencia misma del gobernador, y nunca mochila de filibustero arrojó cosas de más valor: salieron anillos, joyas, rosarios de perlas, cruces de más de brillantes e infinidad de monedas de oro antiguas, algunas de las cuales cayeron al suelo y fueron rodando hasta los rincones más apartados de la habitación.

Por algunos momentos se suspendió la acción de la justicia, dedicándose todos a la busca de las monedas esparcidas; sólo el gobernador, revestido de la gravedad española, conservaba su majestuoso decoro, aunque sus ojos dejaron vislumbrar cierta inquietud hasta tanto que el viejo vio meter en el bolso la última moneda y la última alhaja.

El fraile no parecía hallarse muy tranquilo; su cara estaba roja como un horno encendido y sus ojos echaban fuego al ver los rosarios y las cruces.

-¡Miserable sacrílego! -exclamó-. ¿A qué iglesias o santuario has robado estas sagradas reliquias?

Ni lo uno ni lo otro, reverendo padre; si son despojos sacrílegos, debieron ser robados en tiempos pasados por el soldado infiel que he referido. Precisamente iba a decir a Su Excelencia, cuando me interrumpió, que al posesionarme del caballo desaté un bolsón de cuero que colgaba del arzón de la silla, y el cual creo que contenía el botín de sus antiguos días de campaña, cuando los moros asolaban el país.

-Está bien; ahora arreglaos como mejor os parezca, dejándoos alojar en un calabozo de las Torres Bermejas, las cuales, aunque no están bajo ningún encanto mágico, os tendrán a buen recaudo como cualquier cueva de vuestros moros en cantados.

-Su Excelencia hará lo que estime más conveniente -contestó el prisionero con frialdad-; de todos modos le agradeceré mi alojamiento en esa fortaleza. A un soldado que ha estado en las guerras, como sabe bien Su Excelencia, le importa poco la clase de alojamiento; con tal de tener una habitacioncita arreglada y rancho no muy malo, yo me las arreglaré para pasarlo a gusto. Sólo suplico a Su Excelencia que, ya que despliega tanto cuidado conmigo, que esté vigilante asimismo con su fortaleza y que no desprecie la advertencia que le he hecho de tapiar los agujeros de las montañas.

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