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Para abreviar esta historia, y para no cansar a Su Excelencia, diré que el moro refrenó de pronto su caballo en la falda de una montaña. «Ya hemos llegado (dijo) al término de nuestro viaje.» Miré a mi alrededor y no vi señal alguna que me indicase que aquel paraje estaba habitado, como que no se percibía más que la entrada de una caverna. En tanto que yo la examinaba, me veo que empieza a aparecer un sinfín de gente vestida a la morisca, unos a caballo y otros a pie, de todos los puntos del cuadrante, y con tal velocidad que parecían arrastrados por la furia de un vendaval; y con igual ímpetu se precipitaban por la sima de la caverna como las abejas dentro de una colmena. Antes de que hubiese tenido yo tiempo de interrogar sobre todo aquello, picó mi camarada el jinete musulmán sus largas espuelas morunas en los ijares de su caballo y se confundió entre los demás. Recorrimos una larga senda inclinada y tortuosa que bajaba hasta las mismas entrañas de la tierra, y a media que íbamos entrando empezó a hacerse perceptible una luz que semejaba los primeros albores del día; pero no podía yo distinguir bien qué era lo que brillaba. A poco se fue haciendo más viva e intensa, y ya pude ir claramente observando lo que me rodeaba. Noté entonces, a medida que íbamos avanzando, grandes grutas abiertas a derecha e izquierda, que parecían los salones de una armería; en unas había escudos, yelmos, corazas, lanzas y cimitarras pendientes de la pared; en otras, grandes pilas de municiones y equipajes de campaña tiraos por los suelos. ¡Cuánto se hubiera alegrado Su Excelencia, como veterano que es, de ver tantas y tantas provisiones de guerra! Además, en otras cavernas se veían numerosas filas de jinetes perfectamente armados, lanza en ristre y con banderas desplegadas, dispuestos para salir al campo de batalla; pero todos inmóviles en sus monturas, a manera de estatuas. En otros salones veíanse guerreros durmiendo en el suelo, junto a sus caballos, y grupos de soldados de infantería, dispuestos para entrar en formación; todos enjaezados y armados a la morisca.

En fin, para concluir de contar con brevedad esta historia a Su Excelencia, entramos por último en una inmensa caverna, o, mejor dicho, en un palacio que tenía la forma de una gruta, y cuyas paredes, con incrustaciones de oro y plata, brillaban como si fueran de diamantes zafiros u otras piedras preciosas. En la parte más elevada hallábase sentado en un solio un rey moro, rodeado de sus nobles y custodiado por una guardia de negros africanos empuñando tajantes cimitarras. Todos los que iban entrando (y por cierto que se podían contar a miles) pasaban uno a uno ante su trono y se inclinaban en señal de homenaje. Unos vestían magníficos ropajes, sin mancha ni rotura alguna y deslumbrando con sus joyas, y otros llevaban brillantes y esmaltadas armaduras; pero otros, en cambio, iban cubiertos de mugrientos y haraposos vestidos y con armaduras destrozadas y cubiertas de orín.

-¡Oye, camarada! -le pregunté-; ¿qué significa todo eso?

-Esto -respondió el soldado- es un grande y terrible misterio. Sábete, ¡oh cristiano!, que tienes ante tu vista la corte y el ejército de Boabdil, último rey de Granada.

-¿Qué me estáis diciendo? -exclamé-. Boabdil y su corte fueron desterrados de este país luengos siglos ha, y todos murieron en África.

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