Читаем Cuentos de la Alhambra полностью

-En sitios peores me he alojado yo en mis tiempos -dijo el gobernador poniendo de nuevo el pañuelo en la cazoleta de la espada.

-Estaba yo tranquilamente royendo mis mendrugos -prosiguió el soldado-, cuando sentí que se movía algo dentro de la bóveda; púseme a escuchar, y me apercibí que eran pasos de caballo. En efecto, al poco rato salió un hombre por una puerta practicada en los cimientos de la torre y cerca del arroyo, el cual venía conduciendo de la brida un fogoso alazán. No pude distinguir quién era a la simple claridad de las estrellas; pero infundiome sospechas aquel individuo vagando por las ruinas de una torre tan agreste y solitaria. «Mas si no es sencillamente un caminante como yo (me dije) y sí un contrabandista o un bandolero..., ¿a mí qué?». Gracias a Dios y a mi pobreza, no tenía nada que me robasen; por lo cual seguí royendo tranquilamente mis mendrugos. Acercose el extraño aparecido con su caballo para darle de beber cerca del sitio en que yo estaba sentado, y con tal motivo pude contemplarlo a mi sabor. Sorprendiome el verle vestido de moro, con coraza de acero y brillante casco, que distinguí perfectamente por la luz de las estrellas que se reflejaban en él; su caballo hallábase también enjaezado a la usanza árabe y llevaba grandes estribos. Condujo el caballo, como iba diciendo, hasta la orilla del riachuelo, y metiendo en él el animal su cabeza hasta los ojos, bebió tanto y con tal ansiedad, que creí que iba a reventar.

-Compañero -le dije-, bien bebe vuestro caballo. Cuando una bestia mete la cabeza de ese modo en el agua, es buena señal.

-Bien puede beber -dijo el desconocido con marcado acento árabe-, pues ya hace más de un año que abrevó la última vez.

-¡Por el apóstol Santiago! -le contesté-. ¡Pues ya aguanta más la sed que los camellos que he visto en el África! Pero acércate, pues al parecer eres militar. ¿No te quieres sentar y participar de la pobre cena de otro militar como tú?

En realidad, estaba ansioso de tener un compañero en aquel lugar solitario, y me importaba un comino que fuese moro o cristiano. Además, como Su Excelencia sabe muy bien, le importa poco al soldado la religión que profesen sus compañeros, pues todos los militares del mundo son amigos en tiempos de paz.

El gobernador hizo de nuevo una señal de asentimiento.

-Pues bien; como iba diciendo, le invité a compartir con él mi cena amigablemente, como era lo regular.

-No puedo perder tiempo en comer ni beber -me contestó-, pues necesito hacer un largo viaje antes de que amanezca.

-¿Y adónde os dirigís? -le pregunté.

-A Andalucía -contestó.

-Precisamente llevo la misma ruta -le dije-; y puesto que no queréis deteneros a cenar conmigo, permitidme, al menos, que monte a la grupa de vuestro caballo, pues veo que es bastante vigoroso y podrá llevar con facilidad carga doble.

-Acepto gustoso -replicó el moro.

Y en verdad que no hubiera sido cortés ni natural en un soldado el negarme este favor, habiéndole yo invitado antes a que cenase conmigo. Montó, pues, a caballo y acomodeme detrás de él.

-Tente firme -me dijo-, pues mi caballo corre como el viento.

-No tengas cuidado -le respondí-. Y nos pusimos en marcha.

El caballo, que caminaba a buen paso, tomó después el trote, y a éste siguió el galope, terminando por fin en una vertiginosa carrera. Rocas, árboles, edificios, todo, en fin, parecía huir de nosotros.

-¿Qué ciudad es aquélla? -le pregunté.

-Segovia -me contestó.

Pero no bien acabábamos de pronunciar estas palabras cuando ya las torres de Segovia habían desaparecido de nuestra vista. Subimos la Sierra de Guadarrama y pasamos por El Escorial; rodeamos las murallas de Madrid y cruzamos rápidamente por las llanuras de la Mancha. De este modo íbamos dejando atrás montañas, valles, torres y ciudades que divisábamos rápidamente por el simple fulgor de las estrellas.

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