Así terminó aquella escena. El prisionero fue conducido a un seguro calabozo de las Torres Bermejas, el caballo árabe fue llevado a las caballerizas del gobernador y él bolsón del soldado depositado en el arca de Su Excelencia; bien es verdad que sobre esto le opuso el fraile algunas objeciones, manifestándole que las sagradas reliquias, que eran, a no dudar, despojos sacrílegos, debían ser depositadas en la iglesia; pero como el gobernador se había hecho cargo de aquel asunto y era señor absoluto de la Alhambra, ladeó discretamente el reverendo la cuestión, si bien determinó interiormente informar del caso a las autoridades eclesiásticas de Granada.
Para más explicarnos estas prontas y rígidas medidas por parte del viejo gobernador manco, es necesario saber que por este tiempo se hallaba sembrando el terror en las serranías de la Alpujarra, no lejos de Granada, una partida de ladrones capitaneada por un jefe terrible llamado Manuel Borrasco, el cual no sólo andaba merodeando por los campos, sino que osaba entrar hasta en la misma ciudad con diferentes disfraces para procurarse noticias de los convoyes de mercancías próximos a salir, o de los viajeros que se iban a poner en marcha con los bolsillos bien repletos, de los cuales se encargaba él y su partida de los apartados y solitarios pasos o encrucijadas de los caminos. Estos repetidos y escandalosos atropellos llamaron la atención del Gobierno, y los comandantes de algunos puestos militares habían recibido ya instrucciones para que estuviesen alerta y prendiesen a los forasteros sospechosos. El gobernador manco tomó el asunto con un celo sin igual, a consecuencia de la mala fama que había adquirido la fortaleza, y en tal ocasión creíase seguro de haber atrapado algún terrible bandido de la famosa partida.
Divulgose entretanto el suceso, haciéndose el tema de todas las conversaciones, no sólo en la fortaleza, sino también en la ciudad. Decíase que el célebre bandido Manuel Borrasco, terror de las Alpujarras, había caído en poder del veterano gobernador manco, y que éste lo había encerrado en un calabozo de las Torres Bermejas, acudiendo allí todos los que habían sido robados por él, a ver si le reconocían. Las Torres Bermejas, como ya se sabe, están enfrente de la Alhambra, en una colina semejante, y separadas de la fortaleza principal por la cañada en que se encuentra la alameda. No tiene murallas exteriores, pero un centinela hacía la guardia delante de la Torre. La ventana del cuarto donde encerraron al soldado hallábase fuertemente asegurada con recias barras de hierro y miraba a una pequeña explanada. Allí acudía el populacho a ver al prisionero, como si viniera a ver una hiena feroz que se revuelve en la jaula de una exposición de fieras. Nadie, sin embargo, lo reconoció por Manuel Borrasco, pues aquel terrible ladrón era notable por su feroz fisonomía, y no tenía ni por asomos el aire burlón del prisionero. Ya no sólo de la ciudad, sino de todo el reino, venía la gente a verle, pero nadie le conocía; con lo que empezaron a nacer dudas en la imaginación del vulgo sobre si sería o no verdad la maravillosa historia que había contado el hombre; pues era antigua tradición, oída contar a sus padres por los más ancianos de la fortaleza, que Boabdil y su ejército estaban encerrados por encanto mágico en las montañas. Muchas personas subieron al Cerro del Sol -o por otro nombre, de Santa Elena-, en busca de la cueva mencionada por el soldado, y todos se asomaban a la boca de un pozo tenebroso, cuya profundidad inmensa nadie conocía -el cual subsiste aún-, y a pies juntillas creían que sería la fabulosa entrada al antro subterráneo de Boabdil.
Poco a poco fue ganándose el soldado las simpatías del vulgo, pues el bandolero de las montañas no tiene en manera alguna en España el abominable carácter que el ladrón de los demás países, sino que, por el contrario, es una especie de personaje caballeresco a los ojos del pueblo. Hay también ciertas predisposiciones a censurar la conducta de los que mandan, y no pocos comenzaron a murmurar de las severas medidas que había adoptado el gobernador manco, y miraban ya al prisionero como un mártir de su rigor.