Cuando cerraba la noche las caprichosas escenas tomaban nuevas formas. Una luz tras otra iban centelleando poco a poco; aquí un farol en el balcón; más allá una votiva lámpara alumbrando la imagen de algún santo. Así, por grados, salía la ciudad de su tenebrosa oscuridad y brillaba salpicada de luces como el estrellado firmamento. Entonces se oían en los patios y jardines, calles y callejuelas, el sonido de innumerables guitarras y el ruido de castañuelas, mezclándose en esta gran altura en un imperceptible pero general concierto. «¡Disfrutar un rato!» Tal es el credo del alegre y enamorado andaluz, y nunca lo practica con más devoción que en las plácidas noches de verano, cortejando a su amada en el baile con coplas amorosas y con apasionadas serenatas.
Una de las noches en que me hallaba sentado en el balcón, disfrutando de la suave brisa que venía de la colina por entre las copas de los árboles, mi humilde historiógrafo Mateo, que estaba a mi lado, me señaló una espaciosa casa en una oscura calle del Albaicín, acerca de la cual me relató -con poca diferencia de como yo la recuerdo- la siguiente tradición.
La Alhambra a la luz de la luna
Ya he descrito mi departamento cuando tomé posesión de él por primera vez, pero unas cuantas noches más produjeron un cambio total en el sitio de mis sueños. La luna, que había estado invisible hasta entonces, fue apareciendo poco a poco por la noche y después brillaba con todo su esplendor sobre las torres, derramando torrentes de suave luz en los patios y salones. El jardín de debajo de mi ventana se iluminó dulcemente; los naranjos y limoneros se bañaron del color de la plata, y la fuente reflejó en sus aguas los pálidos rayos de la luna, haciéndose casi perceptible el carmín de la rosa.
Pasábame largas horas en mi ventana aspirando los aromas del jardín y meditando en la adversa fortuna de todos aquellos cuya historia está débilmente retratada en los elegantes testimonios que me rodeaban. Algunas veces me salía a medianoche, cuando todo estaba en silencio, y me paseaba por todo el edificio. ¿Quién se figurará tal como es una noche al resplandor de la luna en este clima y en este sitio? La temperatura de una noche de verano en Andalucía es enteramente etérea. Parecíame elevado a una atmósfera más pura; se siente tal serenidad de corazón, tal ligereza de espíritu y tal agilidad de cuerpo, que la existencia es un puro goce. Además, el efecto del resplandor de la luna en la Alhambra tiene cierto mágico encantamiento. Todas las injurias del tiempo, todas las tintas apagadas y todas las manchas de las aguas desaparecen por completo; el mármol recobra su primitiva blancura; las largas filas de columnas brillan a la luz del astro de la noche; los salones se bañan de una suave claridad, y todo el edificio semeja un encantado palacio de los cuentos árabes.
En una de estas noches subí al pabelloncito denominado el Tocador de la Reina para gozar del extenso y variado panorama. A la derecha veía los nevados picos de la Sierra Nevada, que brillaban como plateadas nubes sobre el oscuro firmamento, percibiéndose, delicadamente delineado, el perfil de la montaña. ¡Qué delicia tan inefable sentía apoyado sobre aquel murallón del Tocador, contemplando abajo la hermosa Granada, extendida como un plano bajo mis pies, sumida en profundo reposo y viendo el efecto que hacían a la blanca luz de la luna sus blancos palacios y convento!
Ya oía el ruido de castañuelas de los que bailaban y se esparcía en la alameda; otras veces llegaban hasta mí los débiles acordes de una guitarra y la voz de algún trovador que cantaba en solitaria calle, y me figuraba que era un gentil caballero que daba una serenata bajo la reja de su dama; bizarra costumbre de los tiempos antiguos, ahora desgraciadamente en desuso, excepto en las remotas ciudades y aldeas de la poética España. Con tales escenas me entretenía largas horas vagando por los patios o asomado a los balcones de la fortaleza, y gozando esa mezcla de ensueños y sensaciones que enervan la existencia en los países del Mediodía, sorprendiéndome muchas veces la alborada de la mañana antes de haberme retirado a mi lecho, plácidamente adormecido con el susurro del agua de la fuente de Lindaraja.
Habitantes de la Alhambra
He observado que, generalmente, cuanto más ricos han sido los habitantes de un edificio en los días de su prosperidad, tanto más pobres y humildes son los que viven en los de su decadencia, y que los palacios de los reyes concluyen con frecuencia sirviendo de asilo a los mendigos.
La Alhambra se encontraba en ese triste estado de decadencia. Cuando alguna torre empezaba a desmoronarse, venía a instalarse en ella alguna andrajosa familia, que se hacía la propietaria de sus dorados salones en compañía de los murciélagos y búhos, y colgaban sus guiñapos, emblema de la pobreza, en las ventanas tragaluces.