Me quedaba atónito viendo los variados tipos que habían tomado por asalto las antiguas moradas de los califas, pues parecía que se habían asentado allí, dando un desenlace terrible al drama del orgullo humano. Uno de estos habitantes era una viejecita llamada María Antonia Sabonea, que tenía el apodo de la Reina Coquina; tan diminuta, que parecía una bruja, y debía de serlo, según pude colegir, pues nadie conocía su origen. Su habitación era una especie de zaquizamí debajo de la escalera primera del Palacio, y se sentaba en las frías piedras del corredor, dándole a la aguja y cantando desde por la mañana hasta la noche, y bromeándose con todos los que pasaban, pues, aunque muy pobre, era la vieja más alegre del mundo. Su principal mérito consistía en contar cuentos, teniendo, según creo, tantas historias a su disposición como la inagotable Scheherazada, la de Las mil y una noches, y alguno de los cuales le oí contar en las tertulias nocturnas de doña Antonia, a las que asistía con frecuencia. La extraordinaria suerte de esta misteriosa vieja ponía de manifiesto que debía tener ribetes de bruja, pues, a pesar de ser muy pequeña, muy fea y muy pobre, había tenido cinco maridos y medio -según contaba-, refiriéndose a un soldado que murió cuando la cortejaba. El rival de esta pequeña reina bruja era un orgulloso viejo de nariz chata, que iba vestido con un harapiento traje y un sombrero mugriento con una escarapela encarnada. Era hijo legítimo de la Alhambra y vivía allí toda su vida, desempeñando varios oficios, tales como alguacil, sacristán de la iglesia parroquial y marcador de un juego de pelota que había al pie de una de las torres. Era tan pobre como las ratas y tan altivo como desharrapado, blasonando de su alcurnia, pues decía ser de la ilustre casa de Aguilar, de donde salió el Gran Capitán Gonzalo de Córdoba. Efectivamente, llevaba el nombre de Alonso de Aguilar, tan renombrado en la historia de la Reconquista, aunque la gente maleante de la fortaleza le puso por apodo El Padre Santo, nombre usual del Papa, que creí demasiado venerable a los ojos de los verdaderos católicos para ser puesto como mote. Era un verdadero sarcasmo de la fortuna el presentar bajo la grotesca persona de este harapiento un tocayo y descendiente del valeroso Alonso de Aguilar, espejo de la caballería andaluza, arrastrando una existencia miserable por la que fue en otro tiempo arrogante fortaleza, y que ayudó a tomar su antecesor; sin embargo, ¡tal hubiera sido la suerte de los descendientes de Agamenón y Aquiles si hubiesen permanecido dentro de las ruinas de Troya!
En esta abigarrada compañía la familia de mi charlatán escudero Mateo Jiménez formaba -al menos por su número- un papel muy importante. Su orgullo por ser hijo de la Alhambra no era infundado, pues su familia habitaba en la fortaleza, sin interrupción, desde el tiempo de la Reconquista, legándose una pobreza hereditaria de padres a hijos, y sin que se sepa que haya tenido ninguno de ellos jamás un maravedí. Su padre era de oficio tejedor de cintas, y sucedió al histórico sastre como cabeza de la familia, tenía entonces cerca de setenta años de edad y vivía en una casilla de caña y barro hecha por él mismo encima de la Puerta de hierro. Sus muebles consistían en una desvencijada cama, una mesa y dos o tres sillas. Un arca de madera contenía su ropa y el archivo de familia, es a saber: unos cuantos papeles que trataban de pleitos antiquísimos, que él no podía descifrar; pero el orgullo de su casa consistía en el escudo de nobleza de su familia, rabiosamente pintado, y colgado de un marco en la pared; demostrando claramente por sus carteles las varias casas nobles de que descendía esta familia.
El mismo Mateo hizo todo lo posible por perpetuar la rama genealógica, teniendo una esposa y una numerosa prole que habitaban un desmantelado rincón de la casilla. Cómo se las arreglaban para vivir sólo lo sabía Aquél que profundiza todos los misterios; la vida de una familia de esta clase en España fue siempre un enigma para mí; y, sin embargo, viven, y, lo que es más extraño, gozan de una feliz existencia, al parecer. La mujer bajaba los domingos al paseo de Granada con un chiquillo en brazos y media docena detrás, y la hija mayor, que había entrado en la adolescencia, se adornaba el cabello con flores y bailaba alegremente tocando las castañuelas.