Al entrar en el Patio de los Leones uno de los días siguientes me sorprendí sobremanera viendo un moro cubierto con su turbante, pacíficamente sentado junto a la fuente. Creí al pronto ver tornada en realidad alguna de las supersticiones de aquel sitio y que algún antiguo habitante de la Alhambra habría roto el manto de los siglos, volviéndose ser visible. Pero no tardé en reconocer que era un simple mortal, un tetuaní de Berbería, que tenía una tienda en el Zacatín de Granada, donde vendía ruibarbo, quincalla y perfumes. Hablaba correctamente el español, y conversé con él, pareciéndome despejado e inteligente. Me dijo que subía la Cuesta muy a menudo en el verano para pasar una parte del día en la Alhambra, en donde recordaba los antiguos palacios de Berbería construidos y ornamentados de un modo semejante, aunque nunca con tanta magnificencia.
Mientras nos paseábamos por el Palacio, me llamó él la atención sobre algunas inscripciones arábigas, que encerraban gran belleza poética.
-¡Ah, señor! -me dijo-. Cuando los moros dominaban en Granada eran una gente más alegre que hoy. No se cuidaban más que del amor, de la música y de la poesía. Componían versos con pasmosa facilidad, y los cantaban al son de la música. Los que hacían mejores estrofas y los que tenían mejor voz podían estar seguros de obtener favor y preferencia. En aquellos tiempos, si alguno pedía pan, se le respondía que compusiese una canción, y el más pobre mendigo, si pedía limosna en verso, era recompensado a menudo con una moneda de oro.
-Y esa afición popular a la poesía -le pregunté-, ¿se ha perdido completamente entre ustedes?
-De ningún modo, señor; la gente de Berbería, aun los de las clases más bajas, componen todavía canciones bastante buenas, como en otros tiempos, pero no se recompensa hoy el talento como entonces; el rico prefiere en la actualidad el sonido del oro al de la poesía y la música.
Hallábase hablando así cuando se fijó en una de las inscripciones que profetizaban el poderío y la imperecedera gloria de los monarcas musulmanes, señores de esta fortaleza. Movió su cabeza, se encogió de hombros y la vertió al español.
-Así hubiera sucedido -exclamó-, y los musulmanes reinarían todavía en la Alhambra, si Boabdil no hubiese sido un traidor y no hubiera entregado la ciudad a los cristianos; pues los Monarcas Católicos no habrían podido nunca conquistarla por la fuerza.
Traté de vindicar la memoria del desgraciado Boabdil contra esta difamación, y demostrar que las disensiones que acarrearon la caída del trono musulmán fueron debidas a la crueldad de su padre, que tenía el corazón de un tigre; pero el moro no admitió esta disculpa.
-Muley Hassan -dijo- pudo ser cruel; pero fue bravo, activo y patriota. Si le hubieran ayudado, Granada sería todavía nuestra; pero su hijo Boabdil desbarató sus planes, quebrantó su poder y sembró la traición en su Palacio y la discordia en sus huestes. ¡La maldición de Dios caiga sobre él por su traición!
Pronunciadas estas palabras, el moro se retiró de la Alhambra.
La indignación de mi compañero el del turbante venía bien con la siguiente anécdota que me contó un amigo mío, y fue: «que durante un viaje por Berbería tuvo una entrevista con el Pachá de Tetuán. El gobernador morisco le significó particular interés en sus preguntas sobre este país, y con especialidad en lo que concernía a las hermosas provincias de Andalucía, a las delicias de Granada y a los restos de la regia Alhambra. Las respuestas de mi amigo despertaron en él todos esos recuerdos, tan profundamente adorados por los moros, del poder y esplendor de su antiguo imperio en España; y, volviéndose a sus servidores musulmanes, el Pachá se mesó la barba y exhaló tristes y apasionadas lamentaciones porque centro tan poderoso se hubiera caído de las manos de los verdaderos creyentes. Se consoló, sin embargo, cuando supo que el poder y prosperidad de la nación española estaban en decadencia, creyendo que vendría un tiempo en que los moros reconquistarían sus perdidos dominios, no estando quizá muy lejano el día en que los ritos de Mahoma se celebrarían en la Mezquita de Córdoba, y en que algún príncipe mahometano tuviera de nuevo su trono en la Alhambra».
Tal es el deseo y la creencia general de los moros de Berbería. Ellos consideran a España, y especialmente a Andalucía, como su legítimo patrimonio, del cual fueron despojados por traición y violencia. Estas ideas se confirman y perpetúan entre los descendientes de los proscritos moros de Granada diseminados por las ciudades de Berbería. Algunos de ellos residen en Tetuán, conservando sus antiguos nombres, tales como Páez y Medina, y uniéndose en matrimonio con familias que presumen ser del mismo elevado origen. Su ponderado linaje es mirado con cierta popular deferencia, rara vez demostrada entre las familias mahometanas por ningún rango hereditario, excepto por la familia real.