Los vástagos de estas estirpes -según se dice- continúan suspirando por el terrestre paraíso de sus antecesores, y entonan preces en sus mezquitas todos los viernes, implorando de Allah que llegue el tiempo en que Granada vuelva a ser restituida a los fieles, suceso que esperan con tanta avidez y confianza como tenían los cruzados cristianos en recobrar el Santo Sepulcro. Añadamos aún que algunos de ellos conservan los antiguos planos y escrituras de las posesiones y jardines de sus antepasados de Granada, y aún tienen las llaves de sus casas, enseñándolas como testimonio de su hereditario derecho, para presentarlas en el soñado día de la restauración.
El Patio de los Leones tiene también su repertorio de leyendas maravillosas. Ya he mencionado la vulgar creencia en los lúgubres ecos y ruidos de cadenas producidos de noche por los espíritus de los degollados Abencerrajes. En una de las reuniones nocturnas en la casa de doña Antonia contó Mateo Jiménez un hecho que ocurrió en tiempos de su abuelo, el famoso sastre:
«Había un soldado inválido que estaba encargado de enseñar la Alhambra a los extranjeros. Cierta noche, entre dos luces, pasando por el Patio de los Leones, oyó pasos en la Sala de los Abencerrajes.
»Suponiendo que se hallaba dentro algún curioso, se llegó para acompañarle, cuando vio con gran asombro cuatro moros ricamente vestidos, con brillantes corazas y cimitarras y puñales cuajados de piedras preciosas. Movíanse de un lado a otro con paso grave y solemne, súbitamente se pararon y le hicieron señas para que se acercase; pero el viejo militar echó a correr, y no pudo nadie hacer que volviera a entrar jamás en la Alhambra.» De este modo los hombres vuelven algunas veces la espalda a la fortuna, pues -según la firme opinión de Mateo- los moros querían revelarle el sitio donde se hallaban escondidos sus tesoros. «Un descendiente del inválido fue más avisado que él; vino a la Alhambra, pobre; y, al cabo de un año, se fue a Málaga, compró casas, echó carruaje, y todavía vive allí, siendo uno de los hombres más respetados y poderosos de aquella ciudad.» Todo lo cual -según sospechaba sabiamente Mateo- fue por consecuencia de haber encontrado el tesoro de los fantásticos moros aparecidos.
Boabdil el Chico
Mi conversación con el moro en el Patio de los Leones me hizo reflexionar sobre el singular destino de Boabdil. No ha habido sobrenombre más bien aplicado que el de «Zogoibi» o el desgraciado, que le pusieron sus súbditos. Sus infortunios principiaron casi desde su cuna. Durante su tierna infancia fue reducido a prisión y amenazado de muerte por un inhumano padre, de lo que pudo escapar por la estratagema de una madre; pasados algunos años, su vida estuvo amargada y repetidas veces puesta en peligro por las hostilidades de un tío usurpador; su reino se vio turbado por extranjeras invasiones y por las luchas interiores; él fue el enemigo, el prisionero, el amigo y casi la víctima de Fernando, hasta que se vio sometido y destronado por aquel astuto monarca. Desterrado de su país natal, se acogió a uno de los príncipes del África, y murió oscuramente en el campo de batalla, peleando por la causa de un extranjero. Sus desgracias no cesaron con su muerte; si Boabdil abrigaba el deseo de dejar un nombre honroso en las páginas de la Historia, ¡cuán cruelmente han sido defraudadas sus esperanzas! ¿Quién ha fijado su atención en la romántica historia de la dominación musulmana en España sin encenderse de indignación por las atrocidades atribuidas a Boabdil? ¿Quién no se ha sentido conmovido ante las penas de la hermosa y gentil reina, sometida a un proceso de vida o muerte por una falsa acusación de infidelidad? ¿Quién no se ha aterrorizado ante el asesinato que se le imputa, y cuyas víctimas fueron su hermana y sus dos hijos, en un arrebato de pasión? ¿Y quién no ha sentido hervir la sangre por la inhumana matanza de los gentiles Abencerrajes en número de treinta y seis, y que, según se afirma, él mandó que fueran decapitados en el Patio de los Leones? Todas estas inculpaciones han sido repetidas de varios modos; se han puesto en baladas, dramas y romances, y hasta han pasado al dominio público de tal modo que no pueden ya desarraigarse. No hay extranjero ilustrado que visite la Alhambra que no pregunte por la fuente en que fueron decapitados los Abencerrajes, y mire con horror la enverjada galería donde se dice que fue encerrada la reina; no hay campesino de la vega o de la sierra que no cante esta historia en rudas canciones, acompañadas de su guitarra, mientras que sus oyentes aprenden a odiar el nombre de Boabdil.