Читаем Cuentos de la Alhambra полностью

Este antiguo y fantástico Palacio posee una magia singular, un especial poder para hacer recordar sueños y cuadros del pasado, y para presentarnos desnudas realidades con las ilusiones de la memoria y de la imaginación. Sentía yo, pues, una inefable complacencia paseándome entre aquellas «vagas sombras», buscando los sitios de la Alhambra que más se prestaban a estas fantasmagorías de la imaginación; y nada era tan adecuado para el caso como el Patio de los Leones y sus salones adyacentes. Aquí ha sido más benigna la mano del tiempo: los adornos moriscos, elegantes y primorosos, existen casi en su primitiva brillantez. Los terremotos han conmovido los cimientos de esta fortaleza y agrietado sus más fuertes muros; sin embargo, ¡ved!, ni una de estas delgadas columnas se ha movido, ni se ha desplomado ningún arco de ese ligero y frágil templete; toda la obra de hadas de estas cúpulas, tan delgadas -al parecer- como los delicados cristales de la mañana de escarcha, se conserva, después de un período de siglos, en tan perfecto estado como si acabase de salir de la mano del artista musulmán. Escribía yo en medio de estos recuerdos del pasado, en las plácidas horas de la mañana y en el fatal Salón de los Abencerrajes; la fuente manchada de sangre, monumento legendario de la degollación de aquellos magnates, estaba delante de mí, y el elevado surtidor de ella salpicaba sus gotas sobre mi escrito. ¡Cuán difícil se hacía el armonizar la antigua tradición de sangre y de violencia con la dulce y apacible escena que me rodeaba! Todo parecía preparado de antemano para inspirar buenos y dulces sentimientos, porque todo era allí delicado y bello: la luz penetraba plácidamente por lo alto, al través de las ventanas de una cúpula pintada y decorada como de mano de hadas; por el amplio y labrado arco del pórtico contemplaba el Patio de los Leones iluminado por el sol, que enviaba sus rayos a lo largo del peristilo, reverberando en las aguas de la fuente; la alegre golondrinilla revoloteaba en torno del patio y después se elevaba y partía trinando melodiosamente por encima de los tejados; la laboriosa abeja libaba zumbando por los jardines, y las pintadas mariposas giraban de flor en flor, jugando unas con otras en el embalsamado ambiente. No se necesitaba más que un débil esfuerzo de la imaginación para figurarse alguna pensativa beldad de harén paseándose por aquella apartada mansión de la voluptuosidad oriental.

Sin embargo, el que quiera contemplar este sitio bajo un aspecto más conforme con sus vicisitudes, visítelo cuando las sombras de la noche roban su luz a aquel hermoso patio y echan también un velo a los salones contiguos. Entonces nada hay tan dulcemente melancólico ni tan en armonía con la historia de su pasada grandeza.

A esas horas del ocaso visité en cierto día la Sala de la Justicia, cuyas soberbias y oscurecidas arcadas se extienden a un extremo del patio. En tal sitio se celebró ante Fernando e Isabel y su triunfante comitiva la solemne ceremonia de una misa de gracias al tomar posesión de la Alhambra. La cruz puede todavía verse en el punto donde se levantó el altar y en el que ofició el gran cardenal de España y otros dignatarios eclesiásticos del país. Me imaginaba yo entonces la escena que presentaría esta regia estancia cuando se vio ocupada por los ufanos conquistadores; la mezcla de mitrados obispos y tonsurados frailes, caballeros cubiertos de acero y cortesanos vestidos de seda, el cómo cruces y báculos y religiosos estandartes se confundirían con los arrogantes pendones y banderas de los altos personajes de Aragón y de Castilla, desplegados en señal de triunfo en los moriscos salones; me figuraba también a Colón, al futuro descubridor del Nuevo Mundo, humilde y olvidado espectador de la fiesta, ocupando un modesto sitio en un apartado rincón; y veía, por último, allá en mi mente, a los Católicos Soberanos postrándose delante del altar elevando un himno en acción de gracias por su victoria, y resonando en las bóvedas los sagrados acordes y la grave entonación del Tedeum.

Pero la pasajera ilusión, el vano fantasma de la imaginación huyó, como los pobres musulmanes sobre quienes habían triunfado. El salón donde se celebró la victoria estaba derruido y solitario, no oyéndose sino el aleteo del murciélago en las oscuras bóvedas, o la lechuza lanzando sus gritos siniestros desde la vecina Torre de Comares.

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