Читаем Cuentos de la Alhambra полностью

Cierta tarde, subiendo el estrecho barranco poblado de higueras, granadas y mirtos que divide la jurisdicción de la fortaleza de la Alhambra de la del Generalife, quedé sorprendido ante la poética vista de una torre morisca que se alzaba en el recinto exterior de la Alhambra, encima de las copas de los árboles, y recibía los rojos reflejos del sol poniente. Un solitario ajimez a gran altura permitía ver el panorama del valle, y cuando estaba mirándolo se asomó una joven con la cabeza adornada de flores. Era, sin duda, alguna persona más distinguida que el vulgo que habita en las viejas torres de la fortaleza, y esta súbita y repentina aparición me hizo recordar las descripciones de las cautivas beldades de los cuentos de hadas. Estas caprichosas inspiraciones crecieron a punto cuando me explicó mi cicerone Mateo que aquélla era la Torre de las Infantas, llamada así -según la tradición- por haber sido la morada de las hijas de los reyes moros. Visité después esta torre, que no se enseña generalmente a los extranjeros, aunque es digna de toda atención, pues su interior es semejante a cualquier departamento del Palacio. La elegancia de su salón central, con su fuente de mármol, sus elevados arcos y sus cupulinos primorosamente cincelados, y los arabescos y vaciados en estuco de sus reducidas y bien proporcionadas habitaciones, aunque deterioradas por el tiempo y el abandono, todo concuerda con la historia, que la presenta como la antigua vivienda de la hermosura real.

La viejecita reina Coquina, que vivía debajo de la escalera de la Alhambra y que asistía a las tertulias nocturnas de doña Antonia, contó una fantástica tradición sobre tres moriscas princesas que estuvieron encerradas cierta vez en esta torre por su padre, que era un tiránico rey de Granada y que sólo les permitía pasear a caballo de noche por las montañas, prohibiendo, bajo pena de muerte, que ninguno les saliese al camino.

-Todavía -decía la viejecita- se las ve de vez en cuando durante la luna llena, cabalgando en las montañas por sitios solitarios, en palafrenes ricamente enjaezados y resplandecientes de joyas, pero desaparecen cuando se les dirige la palabra.

Pero, antes de que relate algo acerca de estas princesas, el lector estará ansioso por saber quién era la hermosa habitante de la torre, la de la cabeza adornada de flores que miraba hacia el valle desde el elevado ajimez. Supe que era una recién casada con el digno ayudante mayor de los inválidos, el cual, aunque bien entrado en años, había tenido el valor de compartir su hogar con una joven y vivaracha andaluza. ¡Quiera Dios que el bueno y anciano caballero haya sido feliz en su elección, y que haya encontrado en la Torre de las Infantas un refugio más seguro que lo fue para la hermosura femenina habitadora de ella en tiempo de los moros, si hemos de dar crédito a la siguiente leyenda!

Leyenda de las tres hermosas Princesas

En tiempos antiguos reinaba en Granada un príncipe moro llamado Mohamed, al cual sus vasallos le daban el sobrenombre de El Haygari, esto es, El Zurdo. Se dice que le apellidaron de este modo por ser realmente más ágil en el uso de la mano izquierda que de la derecha; otros afirman que se lo aplicaron porque solía hacer «al revés» todo aquello en que ponía mano; o más claro: porque solía echar a perder todos los asuntos en que se entremetía. Lo cierto es que, ya por desgracia o por falta de tacto, estaba continuamente sufriendo mil contrariedades. Tres veces le destronaron, y en una de ellas pudo escapar milagrosamente al África, salvándose de una muerte segura, disfrazado de pescador. Sin embargo, era tan valiente como desatinado, y, aunque zurdo, esgrimía su cimitarra con maravillosa destreza, por lo que consiguió recuperar su trono a fuerza de pelear. Pero en vez de aprender a ser prudente en la adversidad, se hizo obstinado y endurecido su brazo izquierdo en sus continuas terquedades. Las calamidades públicas que atrajo sobre sí y sobre su reino pueden conocerse leyendo los anales arábigos de Granada, pues la presente leyenda no trata más que de su vida privada.

Paseando a caballo cierto día Mohamed, con gran séquito de sus cortesanos, por la falda de Sierra Elvira, tropezó con un piquete de caballería que regresaba de hacer una escaramuza en el país de los cristianos. Conducían una larga fila de mulas cargadas con botín y multitud de cautivos de ambos sexos. Entre las cautivas venía una cuya presencia causó honda sensación en el ánimo del sultán; era ésta una hermosa joven, ricamente vestida, que iba llorando sobre un pequeño palafrén, sin que bastaran a consolarla las frases que le dirigía una dueña que la acompañaba.

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