En realidad, peor aún, ya que lo pensaba. Betelgeuse se encontraba en el cielo norte de la Tierra; Beta Hydri en el sur, lo que significa que la Tierra se encontraba entre las dos estrel as. Pasarían varios años antes de que el brillo incrementado de Betelgeuse fuese visible desde Beta Hydri III, pero no había forma de enviar una advertencia a ese mundo; nada podía llegar antes que los furiosos fotones de Betelgeuse que estaban ya de camino.
Hollus intentaba visiblemente recuperar la compostura.
—Vamos —dijo al fin, agitando poco a poco el torso, deliberadamente—. Bien podríamos salir al exterior y ver el espectáculo.
Y así lo hicimos, tomando el ascensor para bajar y saliendo por la puerta de personal. Nos quedamos de pie en el exterior sobre el mismo trozo de cemento sobre el que había aterrizado originalmente el transbordador de Hollus.
Por lo que yo sabía, la forhilnor y sus colegas estaban situando la nave para obtener la mayor seguridad. Pero su simulacro estaba conmigo, frente al RMO, bajo la sombra del planetario abandonado, mirando al cielo. Incluso la mayor parte de los peatones miraban al cuenco cerúleo en lugar de al extraño alienígena con aspecto de araña.
Betelgeuse era claramente visible desde la calle hacia Queen's Park; se encontraba como a un tercio del cielo sudeste. Era inquietante ver a una estrella brillar de día. Intenté imaginarme al resto de la forma de Orión contra el fondo azul, pero no tenía ni idea sobre su orientación a esta hora del día.
Otros miembros del personal y algunos visitantes también habían salido del museo, reuniéndose con la creciente multitud a este lado de la calle. Y, después de unos minutos, el astrónomo Donald Chen, el muerto viviente, surgió de la salida de personal y se acercó para unirse a nosotros, otros muertos vivientes.
El Telescopio Espacial Hubble había sido, lógicamente, orientado de inmediato a Betelgeuse. Se obtenían imágenes mucho mejores desde la nave de Hollus, la
Pero ahora, esa diáfana atmósfera exterior había salido despedida en una explosión fenomenal, y la estrella en sí se expandía con rapidez, hinchándose a muchas veces su diámetro normal —aunque como Betelgeuse era una estrel a variable, se hacía difícil precisar cuál era exactamente su diámetro normal—. Pero, claro, nunca antes había alcanzado esas proporciones. Una concha blanco amarilla de gas supercaliente, un plasma letal, se expandía hacia fuera desde el disco hinchado, lanzándose en todas direcciones.
Desde el suelo, a la luz del día, lo único que podíamos ver era un brillante punto de luz, llameando y titilando.
Pero los telescopios de la nave espacial mostraban más.
Mucho más.
Increíblemente más.
A través de el os, uno podía ver otra explosión agitando la estrel a —l egó a inclinarse ligeramente en los campos de visión de los telescopios— y más plasma saliendo al espacio.
Y luego lo que pareció ser un pequeño desgarrón vertical —de bordes irregulares, sus lados manchados con penetrante energía blanco azulada— se abrió a una corta distancia a la derecha de la estrel a. El desgarrón se hizo mayor, más irregular, y luego…
… y luego, una sustancia más obscura que el espacio mismo empezó a salir del desgarrón, fluyendo de él. Era viscosa, casi como si del otro lado estuviese rezumando alquitrán, pero…
Pero, claro, no había «otro lado» —no había forma en que un agujero pudiese aparecer en la pared del universo, dejando de lado mi fantasía de agarrar el espacio en sí y retirarlo como si fuese la puerta de una tienda de campaña—. El universo, por definición, se contenía a sí mismo. Si la obscuridad no venía del exterior, entonces el desgarrón debía de ser un túnel, un agujero de gusano, una unión, una deformación, una puerta estelar, un atajo. Algo que conectaba dos puntos del cosmos.
La masa negra siguió fluyendo. Tenía bordes definidos; las estrellas se volvían invisibles a medida que su perímetro pasaba frente a ellas. Asumiendo que realmente estuviese cerca de Betelgeuse, debía ser enorme; el desgarrón debería tener más de cien millones de kilómetros de longitud, y el objeto que salía de él varias veces esa distancia en su diámetro. Evidentemente, como era algo completa y absolutamente negro, sin reflejar ni radiar ninguna luz, no tenía espectro que analizar por efecto Doppler, y no habría forma fácil de realizar un estudio para determinar la distancia del objeto.
Pronto, toda la masa había pasado por el desgarrón. Tenía una estructura de mano — una masa central con seis apéndices distintivos—. Tan pronto como estuvo libre, el roto en el espacio se cerró y desapareció.