La moribunda Betelgeuse se contraía de nuevo, cayendo sobre sí misma. Lo que había sucedido hasta ahora, dijo Donald Chen, no era más que el preámbulo. Cuando el gas descendente golpease el núcleo de hierro por segunda vez, la estrella estallaría de verdad, l ameando con tal brillo que incluso nosotros —a cuatrocientos años luz de distancia— no deberíamos mirarla directamente.
El objeto negro se movía por el firmamento girando como una rueda con radios, como si —no podía ser; no, no podía ser— sus seis extensiones se apoyasen en la misma estructura del espacio. El objeto se movía hacia el disco en contracción de Betelgeuse. La perspectiva era compleja de elucidar —no fue hasta que uno de los miembros de la obscuridad tocó, y luego cubrió, el borde del disco que quedó claro que el objeto estaba al menos ligeramente más cerca de la Tierra que de Betelgeuse.
Mientras la estrel a seguía colapsando tras ella, la obscuridad se interpuso aún más entre allí y aquí, hasta que pronto hubo eclipsado por completo Betelgeuse. Desde el suelo, todo lo que podíamos ver era que la estrel a superbrillante había desaparecido; Sol ya no tenía un rival en el cielo diurno. Pero a través de los telescopios de la
Y luego Betelgeuse debió de hacer lo que Chen había dicho, explotando tras la obscuridad, con más energía que 100 millones de soles. Visto desde los mundos al lado opuesto, la gran estrella debe de haber l ameado terriblemente, una erupción de luz cegadora y calor abrasador, acompañado de rugidos de ruido de radio. Pero desde la perspectiva de la Tierra…
Desde la perspectiva de la Tierra, todo estaba oculto. Aun así, la mancha de tinta pareció saltar hacia delante, hacia los ojos de los telescopios, como si la hubiesen golpeado desde atrás, su masa central expandiéndose para l enar más campo de visión al acercarse. Los seis brazos, mientras tanto, estaban hacia atrás, como los tentáculos de un calamar visto desde el frente.
Fuese lo que fuese ese objeto, soportó lo peor de la explosión, protegiendo a la Tierra —y presumiblemente también a los mundos de forhilnores y wreeds— de la embestida que de otra forma hubiese destruido la capa de ozono de cada uno de esos mundos.
De pie en el exterior del RMO, no sabíamos qué había sucedido —todavía no, no entonces—. Pero lentamente se hizo la luz del entendimiento, aunque no la de la supernova. De alguna forma, los tres mundos se habían salvado.
La vida continuaría. Increíblemente, afortunadamente, milagrosamente, la vida seguiría.
Al menos para algunos.
31
Finalmente l egué a casa esa noche; a los refugiados en el metro les llegó la noticia de que, de alguna forma, el desastre se había evitado. A las ocho de la noche pude coger un tren abarrotado en dirección a la estación Union; lo cogí a pesar de que tuve que permanecer de pie todo el trayecto hasta casa. Quería ver a Susan, ver a Ricky.
Susan me abrazó con tal fuerza que me hizo daño, y Ricky me abrazó también, y todos nos fuimos al sofá y Ricky se sentó en mis rodillas, y nos abrazamos más, una familia.
Más tarde Susan y yo l evamos a Ricky a la cama, y le di un beso de buenas noches, mi niño, mi hijo, al que amaba con todo mi corazón. Con tantas cosas alterando su vida recientemente, era demasiado joven para comprender lo que había pasado hoy.
Susan y yo nos sentamos en el sofá, y a las 10:00 vimos las imágenes tomadas por los telescopios de la
Mansbridge concluyó la entrevista diciendo:
—Supongo que a veces tenemos suerte —se volvió hacia la cámara—. En otras noticias de hoy…
Pero no había más noticias —ninguna que importase lo más mínimo, ninguna que se pudiese comparar con lo sucedido hoy.
«A veces tenemos suerte», había dicho Mansbridge. Pasé un brazo sobre los hombros de Susan, la acerqué a mí, sentí el calor de su cuerpo, olí la fragancia de su champú. Pensé en el a, y, por una vez, no en el poco tiempo que nos quedaba sino de los momentos maravillosos que habíamos compartido en el pasado.
Mansbridge tenía razón. En ocasiones, efectivamente, tenemos suerte.
Al día siguiente, en el metro de camino al museo, me vino una revelación completa.
Pasó más de una hora desde que llegué a mi despacho hasta la aparición del avatar de Hollus. Estuve inquieto todo el tiempo, esperándola.
—Buenos días, Tom —dijo—. Me gustaría disculparme por la dureza de mis palabras de ayer. Fueron…