Eran las seis y cuarto de la tarde cuando los mellizos dijeron basta por hoy y cerraron los libros, porque ya desde la mañana, además, Carlitos no había logrado concentrarse bien, y esa tarde, sobre todo, no había cesado de incorporarse para ir al baño un ratito, como si algo se le hubiera perdido por ahí. Y los mellizos se miraban entre ellos, no sin cierta complicidad e inquietud, pensando sin duda que el tipo este sabe muy bien quién se rodó la escalera al abrirle la puerta por la mañana. Pero esto era lo más extraño de todo, precisamente porque Natalia llegaba esta noche, y porque en los meses que llevaba viniendo a estudiar a casa de ellos, Carlitos con las justas se había fijado en Consuelo, casi nunca acertó con su nombre, e incluso en más de una oportunidad pensó que se había equivocado nuevamente con el vecino de los bajos, se disculpó ante Consuelo por haber tocado un timbre que no le correspondía, o por haberse metido ya en otra casa, dio media vuelta, se confundió aún más, y terminó metido por el corredor de la anémica bombilla que llevaba al comedor, cocina y dormitorios, de donde ellos mismos habían tenido que rescatarlo rápidamente, porque un poco más y el pesado éste termina en el techo inmundo y descubre incluso el cuartucho de Colofón, maldita sea. Y maldita sea, ahora también, porque golpeada y herida como estaba, tirada ahí ante la puerta de la calle, Arturo había logrado ejercer su habitual terror sobre su hermana, obligándola a gatear escaleras arriba antes de abrirle la puerta a Carlitos, esa mañana, para que no viera el bochornoso espectáculo de Consuelo rodándose una escalera de amor, ni bonita ni feíta, ni inteligente ni no, qué gran vaina, mierda, pero el tipo parece que alcanzó a ver algo, sin embargo. Bueno, bastaba con seguírselo negando, y que Carlitos se dejara de compasiones y esas huevadas, aunque tampoco estaba mal que empezara a fijarse un poquito, siquiera, en Consuelo, cuando ellos hace rato que no se hacían mayores ilusiones al respecto, y hasta las habían perdido ya casi del todo, por más buenazo e ingenuo que fuera Carlitos, o, en todo caso, a Consuelo se la reservaban para tiempos aún lejanos, para el fin de la carrera médica y el momento en la vida en que los jóvenes empiezan a casarse y eso, porque los mellizos Céspedes habían concebido la vida como una inmensa sucesión de partidas de póquer, y también Consuelo, ni bonita ni feíta, ni inteligente ni nada, mierda, la misma vaina de siempre, y para siempre, carajo, era una carta marcada que ocultaban para una partida de mayor envergadura, aunque de gran riesgo, por supuesto, de la misma manera en que Cristi y Marisol formaban parte de una apuesta de mucho mayor calibre, sumamente arriesgada y con las últimas cartas sobre la mesa, para la cual aún les faltaban muchos años de roce social, de experiencia, de preparación y de aprendizaje permanentes, en fin, un largo y a veces espinoso camino, malditas hermanas Vélez Sarsfield, conde Lentini de mierda, Molina jijuna la gran pepa, olvida ya, Raúl, lo intento, Arturo, pero jode, y a ver ahora qué le pasa a este Carlitos que ya dos veces esta tarde como que se ha ido del todo de los libros y nos ha empezado a preguntar por el gemidito ése, ¿a qué gemido del diablo se puede referir este loco del diablo, si yo mismo he encerrado con cuatro llaves en su dormitorio a Consuelo y su pata luxada y el codo ese todo lastimado…?
– Bueno, ya debes de haber meado hasta el alma, compadre, creo -le dijo Raúl Céspedes a Carlitos, cuando regresó del baño por enésima vez.
– No nos jodas con que la próstata a los diecisiete años, ahora…
Por toda despedida, Carlitos se dirigió a la escalera, jaló el cordón que la pobre… La pobre… Y se la jugó el todo por el todo con lo del nombre, cuando dijo: Rezaré mucho por ti, Consuelo… Después bajó entre unos gemiditos con sordina, pero muy hermosos y tiernos, aun así. Y claro que eran de Consuelo y que la sordina era la puerta de su dormitorio cerrada con cuatro llaves, porque esa carta marcada llevaba un traje muy feo, esa mañana, y para su partida de póquer faltaban años, todavía.
– Rezaré mucho por ti, Consuelo -le repitió Carlitos, mientras empezaba a bajar cuidadosamente la escalera, aunque también en su encierro adolorido a la pobre Consuelo aquella voz le parecía que era, pero también que no era, y claro, ni ella ni él cayeron en cuenta en ese momento que también los mensajes de Carlitos habían sido emitidos sin el pañuelo de esta mañana, y se prestaban a serias dudas.