Hay que ver la manera en que las cosas siempre pasan así. Porque ahora Carlitos estaba sentado con Melanie en una suerte de gigantesca corte del rey Arturo o en una perfecta reconstrucción de interiores de una película de Robín Hood, pero en los buenos momentos de este personaje, o sea, cuando, con insolencia y porque la hija del rey medieval de turno, o incluso su esposa, enamoradas de él, tan bandolero y todo, pero Errol Flynn, al fin y al cabo, lo habían invitado a cenar al castillo de la Metro Goldwin Mayer, o sea, con todas las mejoras de la técnica moderna y de las películas de gran presupuesto. Melanie, más niñita que nunca, parecía un añadido de porcelana de Sévres, o de cristal de Bohemia, poco o nada a tono con el decorado obligatoriamente tudor, de espadones, lamparones, vasijas y jarrones de metal, copones de vino, y hasta algunos arcos y flechas y varias cabezas de jabalí, realmente en franco contraste con tanta fiereza, con tanta piedra, ladrillo, metal forjado. Melanie, estaba pensando Carlitos, sentado junto a su amiga, resulta demasiado frágil entre tanto caserón y la chimeneota esa de piedra, por ejemplo, Melanie se puede romper en cualquier momento, aunque la verdad es que fue ella quien casi lo rompe a él con las primeras palabras de una conversación tristísima.
– Hace dos años que tuve mi primera menstruación y nadie se ha enterado. Ni mi mamá, ni mis hermanas, ni mis tías, ni nadie, Carlitos.
– ¿Pero tú se lo has contado?
– Lo intenté, y hasta colgué calzones manchados de sangre por toda la casa, pero como que no se dieron por aludidos. Y tú no sabes, Carlitos, lo duro que es vivir en una familia en la que nadie se da por aludido.
– ¿Y te duele?
– La menstruación, para nada. Pero lo otro…
– Ya…
– ¿Dónde vives tú, Carlitos?
– Bueno, últimamente en una, cómo decirte, en una casona tan gigantesca como ésta, pero, digamos, que en forma de huerto.
– Y por supuesto que no quisieras venirte a vivir aquí, conmigo.
– Bueno…
– Bueno, ¿qué? Yo no te pido que vengas como Carlitos Alegre, sino como Charlie Sylvester. Aunque ya sé que Charlie Sylvester no existe, o que en todo caso no eres tú, pero, cómo decirte, yo a Charlie Sylvester lo quiero un montonazo. Ay, si supieras cuánto me gusta repetir el nombre de Charlie Sylvester. Me encanta Charlie Sylvester, realmente…
– Pero si no existe.
– ¿Y el que venía con los mellizos?
– Fue un invento de ustedes, las tres hermanas. O tal vez fue Susy, la de la idea, no lo recuerdo muy bien…
– ¿Sabes que extraño hasta a los mellizos?
– ¡Cómo!
– Bueno, digamos que la época…
– Cómo que
– Es que después no me ha pasado nada más que estar aquí…
– ¿Y tus hermanas?
– Con sus caballos y dos chicos nuevos.
– ¿Y por qué no sales tú también, con ellas, por ejemplo?
– Porque yo me he acostumbrado muy cariñosamente a ti.
– Este… este… Mira, Melanie, esta noche llega Natalia y, antes de Natalia, Erik von Tait…
– Erik, ¿qué?
– Von Tait. Viene a comer y a tocar el piano, mientras llega la hora de ir al aeropuerto.
– Me estás hiriendo mucho, Carlitos Alegre. A mi Charlie Sylvester jamás me hirió. Por eso lo prefiero tanto.
– Melanie…
– ¿Qué? ¿Me vas a preguntar por mi mamá?
– ¿Tu mamá?
– Mi mamá no sabemos dónde está. Y mi papá siempre está en los altos, borracho, pero
– Este…
– O sea que ya te tienes que ir…
– Este…
– Vamos, Carlitos Alegre. Te acompaño hasta la puerta y te veo subir como un viejo prematuro a tu Daimler.
– No es mío.
– Es de tu
– Te llamaré…
– No. Mejor, no. Porque ahora te toca hundirte en los confortables asientos de cuero de chancho de una carroza fúnebre. Muy confortables, Carlitos. Te vas hundiendo poco a poco como entre arenas movedizas, ya verás. Hasta resulta rico.
– Rezaré mucho por ti, Melanie.
– Ay, no, por favor. Todo, menos ponerte tan pesado, Charlie Sylvester…