Tomaron por la avenida Salaverry, hasta la Javier Prado y, por más que hacía por incorporarse, por sentarse muy derecho e incluso en el borde del asiento, Carlitos se hundía cada vez más. O es que se sentía hundido, más bien, por más tieso que se pusiera. Y por ahí, por la Javier Prado, iban Molina y él, cuando de pronto surgió la casa de sus padres, de paso, por la ventana lateral tan amplia del Daimler, la casa fugitiva, inesperada, insólita, tremenda, la casa de siempre, la de Cristi y Marisol y la abuela Isabel, que ahora, sin embargo, ya no era la misma casa de siempre sino esa que pasó por la ventana y que él no se atrevió a voltear y mirar por el gran vidrio posterior del automóvil, desde esa especie de saloncito rodante en el que no encontraba la manera de no hundirse. Y, de golpe, se descubrió diciendo: Cada uno se confiesa como puede, aunque es verdad, también, que algunos lo hacen más tristemente que otros. Consuelo se confiesa con gemidos, gemiditos y gemidillos, y Melanie… Melanie… Aunque tú no lo quieras, Melanie, yo voy a rezar mucho por ti, y algún día, vas a ver, ya no te confesarás tan tremendamente.
– ¿Me hablaba, joven? -le preguntó Molina, a quien Carlitos había olvidado por completo.
– No. Sólo comentaba que acabamos de pasar por la casa de mis padres y hermanas, y la abuela Isabel…
– Ajá…
Carlitos agradeció la discreción del buen Molina. Porque le habría sido imposible responderle a cualquier pregunta, o a todas habría respondido que nadie sabía ni sabría jamás hasta qué punto él acababa de descubrir que tenía diecisiete años, justo ahora que empezaba a acercarse a los dieciocho, justo ahora que estaba a punto de cumplir los dieciocho. Pero aunque cumpliera veinte, o treinta, o cuarenta, el asunto de los diecisiete años ya no tenía cómo quitárselo de encima, con toda su tristeza, su abandono, su acidez, con todo ese tremendo dolor cuya intensidad crecía por el hecho mismo de ser ésta la primera vez… La primera vez que todo, y la primera vez en que todo… Y aunque siempre las cosas pasan así.
Carlitos Alegre no tenía datos objetivos, no. No tenía prueba alguna de que las cosas siempre pasen así, por supuesto, tampoco. ¿Por qué, entonces, presentía tantas cosas? ¿Por qué se había asomado, de cierta manera, al dormitorio de Consuelo, clausurado por Arturo? El de los gemiditos esos, sí. ¿Por qué, a través de las paredes vetustas, de quincha, había intuido una cama de somier de resortes que se quejan por uno y una muchacha tumbada, golpeada, resignada, lo que fuera, pero triste y postergada? ¿Y por qué ahora sentía que, en sus confusiones, en los errores que todo el mundo le atribuía a sus distracciones, a su carácter siempre positivo, tremendamente alegre, a su falta de sentido práctico y de realismo, había, de pronto, grandes aciertos, patéticos apuntes de una cruel exactitud, como el de llamarle Martirio a Soledad, por ejemplo? O como el de prolongar, por vericuetos que ni el más atento observador habría intuido jamás, su visita al alma en pena de Melanie Vélez Sarsfield, ese atardecer de un día de marzo, en un caserón absurdo…
– Tan inmensa como es, esta casa debe de estar llena de rincones, Melanie. Dime, ¿qué haces tú con tantos rincones, por ejemplo?
– Me asomo, Charlie Sylvester.
– ¿Y una vez asomada?
– Regreso corriendo aquí, y pienso en mi
– Bien. Y después, ¿qué?
– Te llamo por teléfono, me siento, y espero.
– Pero ¿y tus hermanas?
– Pasan por ahí, exactamente por ahí, pisando esa alfombrota, y se van. Pero son buenísimas conmigo, no te vayas tú a creer que no. Súper buenas, oye…
– De oír, te oigo, Melanie. Pero digamos…
– ¿Quieres una copa de vino?
– No, mil gracias. Pero si yo quisiera esa copa, suponte, ¿a quién se la pedirías tú?
– Ah, ni sé. Se pide y basta.
– Ya.
– ¿Y qué más, ahora?
– Bueno, digamos, ¿quién limpia esta inmensidad de salas y salones y billares y comedores, y ese bar? A ver, cuéntame. ¿Te imaginas que debe de haber como un millón de vasos y copas y ceniceros y adornos en ese bar, solamente?
– Qué bruto eres, Charlie.
– ¿Bruto? ¿Por qué?
– Bueno, cuando las cosas son carísimas, de nacimiento, por decirlo de alguna manera… ¿Pero tú me entiendes, o no…?
– A ver, termina, para ver si te entiendo o no, maldita sea.
– Pues cuando las cosas son carísimas, de nacimiento, se mantienen limpias siempre. Y no es necesario limpiarlas, a ver si logro expresarme correctamente. Si tú compras las cosas limpias y carísimas, se mantienen así para toda la vida. Eso está garantizado, te lo juro.