En todo el huerto no había un alma, aquel domingo, cuando Natalia y Carlitos se despertaron para desayunar a la hora del almuerzo. Porque debían de ser como las dos de la tarde, cuando, sentados ambos en la terraza de aquel inmenso jardín, ella con su albornoz blanco y la toallota de sultana, todo húmedo porque acababa de pegarse su remojón Eva, en la piscina, y él con una piyama de seda a la que aún le colgaba la etiqueta del precio y unas zapatillas ad hoc, también con la etiqueta del precio arrastrándose, Carlitos decidió contarle a Natalia la razón de esta leve cojera y cómo, cuando estabas tú, mi amor, ese reloj jamás molestó a nadie, y entonces, yo, la otra noche, o más bien madrugada, porque el muy canalla y su sádico tictac…
– Ven -le dijo ella, abriendo los brazos adorablemente-. Ven, Carlitos, siéntate aquí sobre mis muslos.
Y él fue y se instaló incomodísimo y tambaleante, por intentar abrazarse a tantas cosas al mismo tiempo.
– ¿Te dolió mucho que me fuera?
– Bueno, al principio, no… Bueno, al principio, también, claro… Pero, no sé bien cómo decírtelo, me dolió sobre todo ayer, cuando sin darme cuenta, siquiera, pasamos con Molina por la casa de mis padres y, mira, qué raro, casi ni la vi, la casa, pero, en cambio, por primera vez desde que nos conocimos me di cuenta de verdad de que tenía unos diecisiete años atroces, y justito ahora que estoy a punto de cumplir los dieciocho, mira tú. Yo sabía que iba a ser un día muy largo, con lo del insomnio y el reloj y todo eso, para empezar, ¿sabes?, pero además ocurrieron un montón de cosas muy extrañas y tristes, que te tengo que contar, porque de ellas depende mucho, creo yo, el terrible desasosiego que se apoderó de mí al pasar por la casa de mis padres y de golpe sentir tan duro todo esto de los diciesiete años. Jamás lograré explicármelo bien, estoy seguro, porque te juro que si hubiera tenido quince años, o dieciséis, habría sido completamente distinto. Y ni hablar de dieciocho. Con dieciocho ya no pasa nada, estoy requeteseguro. Pero son estos malditos diecisiete años, Natalia, entiéndeme, por favor, estos terribles y malditos diecisiete años y, aunque tú creas que estoy rematadamente loco, el tictac de tu reloj ese es el responsable de todo, tu reloj se metió en este asunto, tu reloj se burlaba día y noche de este asunto, tu reloj, sobre todo de noche…
– No era
– Claro que sí.
– ¿Y por qué no pediste que lo quitaran de ahí, que se lo llevaran al depósito, por ejemplo?
– Yo creo que por lo de mis diecisiete años, mi amor, que ya se me estaba viniendo encima. Sí. Yo creo que
– Pues precisamente de eso se trata, Carlitos. ¿O ya te olvidaste de que también yo tenía diecisiete años, cuando aquel carnaval?
– Es cierto. Muy cierto. Tienes toda la razón, mi amor.
– Entonces, anda, cuéntamelo todo. Desde el primer hasta el último detalle. Y ya verás cómo, por más loco que suene, por más irracional e inverosímil, por más duro e íntimo, yo te acompañaré cuidadosamente por cada paso de tu historia.
– Empieza a las nueve en punto de la mañana de ayer, claro, en la calle de la Amargura. Yo toco el timbre, y…