En todo el huerto no había un alma, aquel domingo, pero la mesa del desayuno la encontraron puesta con mantel de hilo de Holanda, con todo listo y precioso y de porcelana inglesa, con cada cosa en su lugar, con cada bebida a su debida temperatura, con la mantequilla como debe estar, y ni una sola mosca sobrevolando la variada y colorida provisión de mermeladas francesas e inglesas, cuando se despertaron para desayunar, siendo ya la hora del almuerzo. Y ahora, mientras Natalia besaba una y otra vez a Carlitos y éste le iba contando una historia mandada hacer para ciertos casos agudos de diciesiete años, a ella de pronto le apeteció una copa de champán, que llegó heladita, volando, calladita e invisible, mientras que él, no, yo prefiero seguir brindando con una copa de champán de Coca-Cola con una gota de vino tinto, por favor. Esta copa también vino en alfombra mágica, y qué delicia era tener todo aquel maravilloso y soleado huerto exclusivamente para ellos y, ¿sabes que, Carlitos?, me encantaría que me siguieras contando esta historia en la piscina, me provoca horrores otro bañito, pero más largo, ahora, mientras me sigues explicando lo de los gemiditos de Consuelo, no, Consuelo, no, Martirio, Natalia, pero ¿en qué quedamos, Carlitos?, es cierto, mi amor, Consuelo y no Martirio ni Concepción ni Soledad, siempre tan volado, yo, incluso en los momentos cruciales, Natalia, era justo lo que yo estaba pensando, Carlitos, bueno, pero después por la tarde pasaste por casa de Melanie Vélez Sarsfield…
– ¿No te da vergüenza bañarte desnuda, mi amor? Podría pasar un helicóptero del ejército, no sé… ¿No queda
– ¿Y a ti no te da vergüenza empapar así la linda piyama de seda que te acabo de traer?
– Ah, sí, fíjate: aquí hay una etiqueta.
– Ven, déjame que te quite todo eso…
– Termino rápido mi historia, te lo prometo…
– De acuerdo, pero sin piyama, y aquí, entre mis brazos…
Claro que así, abrazados, a él le era imposible fijarse en los lagrimones que Natalia iba soltando ahí en la piscina, primero en el episodio Consuelo, y luego en casa de Melanie, tan llenecita de rincones y la pobre chiquilla esa, Natalia, si la vieras, de porcelana de Sèvres o de cristal de Bohemia entre los muros como de castillo y con arcos y flechas como de guerra y aquel techo, mi amor, aquel techo, sobre todo, altísimo, y ya era de noche y la pobrecita tan sola, siempre, en esa inmensidad, y sus hermanas Susy y Mary, que pasan por la alfombrota, justito ahí, delante de ella, pero se van y la dejan en su sofá y tan, tan…
– Tanda de mocosas cojudas -se le escapó, por fin, a Natalia.
Y estaba a punto de deshacerse en disculpas, de explicar que había perdido el control, que eran celos, puros celos sin sentido, mi amor, cuando oyó a Carlitos secundarla, con plena convicción:
– En efecto, mi amor. Toda una tanda de mocosas cojudas, nada más.
Pero, claro, era que el tipo andaba tan metido en su itinerario de diecisiete años que ni cuenta se había dado de las palabras de Natalia, o sea que en absoluto tuvo que disculparse ella, tampoco, por haberlo interrumpido, por sus celos, por sus apreciaciones, por nada, y más bien le alegró la inmensa confianza que Carlitos estaba depositando en ella, a pesar del riesgo que corría de matarla de pena, claro está, el muy bruto. Pero la certeza de que esta historia de unos diecisiete años muy especiales, entrañables para ella, la iba a pescar bastante bien pertrechada, a pesar de los celos y la inquietud, y llena también de amor, de deseos de comprender, de ayudar, y además con esa capacidad tan suya de disfrutar como nadie con las cosas de Carlitos y con la forma en que sólo Carlitos le contaba las cosas…
– Porque fue terrible, te lo juro, mi amor, lo del saloncito rodante posterior del Daimler. El muy inoportuno del saloncito acababa de pasar por casa de mis padres, y yo recién estaba cayendo en la cuenta y decidiéndome también a no mirar por la ventana de atrás, cuando otra vez me metí de cabeza, te lo juro, en casa de Melanie, aunque ya andábamos por Barranco y tú sabes que su casa queda por el bosque de Matamula, miles de kilómetros en la otra dirección, pero ahí aparecí sentado de nuevo, con saloncito posterior y rodante y todo, y manteniendo una conversación sumamente dolorosa con una chica que, que, que…
– ¿Que ni te gusta?
– Que ni me gusta, sí, no, sí…
– ¿En qué quedamos, por fin, mi amor?