El kender guardó silencio. ¡Unos hombres, unos Caballeros de Solamnia, montados sobre otros dragones, peleaban contra ellos! Los dragones que montaban los caballeros eran dragones bellísimos —dragones de oro y plata— y los hombres, llevaban brillantes armas que relucían resplandecientes. ¡De pronto Tasslehoff comprendió! En el mundo había dragones
—¡La lanza Dragonlance! —murmuró.
El viejo mago asintió para sí.
—Sí, pequeño. Lo has comprendido. Sabes la respuesta y la recordarás, pero no ahora. Ahora no. —Acarició la cabeza del kender, desordenándole el cabello.
—Dragones... ¿Qué estaba diciendo? —Tas no podía recordarlo. Además, ¿qué estaba haciendo ahí parado, contemplando un cuadro tan recubierto de polvo que ni siquiera podía saber qué era? El kender sacudió la cabeza. Fizban debía estar influenciándole.
—¡Ah, sí! El cubil del dragón. Si mis cálculos son correctos, está por ahí.
El viejo mago, arrastrando los pies, continuó caminando.
El trayecto de los compañeros a las minas estuvo exento de acontecimientos notables. Sólo vieron unos pocos guardias draconianos medio dormidos de aburrimiento, que no prestaron ninguna atención a las «mujeres» que atravesaban el patio. Pasaron ante la incandescente forja, continuamente alimentada por un hervidero de agotados enanos gully.
Apretando el paso para perder de vista aquella triste imagen, los compañeros entraron en las minas donde los draconianos, de noche, encerraban a los hombres en inmensas cavernas para luego regresar y seguir vigilando a los enanos gully. Según Verminaard, montar guardia para custodiar a los hombres era una pérdida de tiempo, pues estaba convencido de que los humanos ni siquiera pensaban huir.
Y, la verdad es que, durante un rato, Tanis creyó que aquello podía ser dramáticamente cierto. Los hombres
Hederick, el Teócrata de Solace, que se hallaba entre los prisioneros, intervino para hablar en contra de Goldmoon a quien tachó de bruja, charlatana y blasfema. Les relató lo sucedido en la posada, mostrando como prueba su chamuscada mano. Pero los hombres no le prestaron mucha atención, ya que, después de todo, los dioses Buscadores no habían protegido a Solace de los dragones.
En realidad la perspectiva de escapar interesaba a muchos de ellos. Casi todos tenían alguna marca o señal de los malos tratos que allí recibían: cortes, rasguños, magulladuras... La comida era mala y muy escasa, se les obligaba vivir en míseras condiciones y todos sabían que cuando el hierro de las minas se agotase, sus vidas no valdrían nada para Verminaard. No obstante, los Buscadores —que ejercían el gobierno incluso en prisión— se opusieron a un plan que consideraban temerario.
Comenzaron las discusiones. El volumen de las voces subía. Tanis ordenó a Caramon, Flint, Eben, Sturm y Gilthanas que vigilasen las diferentes puertas, temiendo que al oír la algarada los guardias regresasen. El semielfo no había previsto una cosa así: ¡aquella discusión podía durar semanas! Goldmoon, con aspecto abatido, se había sentado; parecía estar a punto de echarse a llorar. Estaba tan imbuida de sus nuevas creencias, y deseaba tanto ofrecer sus conocimientos al mundo, que cuando éstas fueron puestas en duda se hundió en la desesperación.
—¡Estos humanos están locos! —dijo Laurana en voz baja situándose al lado de Tanis.
—No —replicó Tanis suspirando.
—Si estuviesen locos sería más fácil. No les prometemos nada tangible y les pedimos que arriesguen lo único que les queda... sus vidas. ¿Y, con qué fin? ¿Para huir hacia las colinas batallando durante todo el trayecto? Al menos aquí, por el momento, están vivos.
—¿Pero qué valor puede tener una vida en estas condiciones?
—Esta es una buena pregunta, joven mujer —murmuró una débil voz. Al volverse vieron a Maritta en un rincón de la celda, arrodillada junto a un hombre tendido en un burdo catre. Su edad era imprecisa, pues estaba envejecido por la enfermedad y la miseria. Haciendo un esfuerzo por incorporarse, alargó una huesuda y pálida mano hacia Tanis y Laurana. Su respiración era agitada. Maritta intentó que no se moviera, pero él la miró enojado.
—¡Mujer, ya sé que me estoy muriendo! Pero esto no significa que deba morir de pena. Traedme a esa mujer bárbara.
Tanis miró a Maritta con expresión interrogadora. Ella, levantándose, se acercó al semielfo y ambos se alejaron unos pasos.