Acerca de mis padres, podrían escribirse varios desenlaces para este relato. En uno de ellos, Gonzalo Alvarado iría a Tetuán en busca de Dolores y le propondría que retornara con él a Madrid, donde recuperarían el tiempo perdido sin separarse más. En otra conclusión del todo diferente, mi padre nunca se movería de la capital mientras que mi madre conocería en Tetuán a un militar sosegado y viudo que se enamoraría de ella como un colegial, le escribiría cartas entrañables y la invitaría a merendar milhojas de La Campana y a pasear por el parque a la caída del sol. Con paciencia y empeño, lograría convencerla para acabar casándose una mañana de junio en una ceremonia madura y diminuta delante de todos sus hijos.
Algo también pudo pasar en la vida de mis viejos amigos de Tetuán.
Candelaria podría haber acabado instalándose en el gran piso de Sidi Mandri cuando mi madre cerró el taller; en él quizá montó la mejor pensión de todo el Protectorado. Tan sumamente bien le habrían ido las cosas que se acabaría quedando además con la vivienda vecina, la que dejó Félix Aranda cuando, una noche de tormenta en la que le estallaron los nervios, por fin remató a su madre con tres cajas de Optalidón diluidas en media botella de Anís del Mono. Pudiera ser que entonces volara por fin libre: tal vez optara por instalarse en Casablanca, abrir una tienda de antigüedades, tener mil amantes de cien colores y seguir entusiasmándose con sus acechos y fisgoneos.