Los dos días que Luigi estuvo con él pasaron volando. Pero ¿fueron realmente dos días o tres? ¿O fue sólo medio día? El tiempo se había convertido en un problema para él; imposible calcularlo como antes. Cada vez que miraba el reloj de la mesita de noche se llevaba una sorpresa. Las horas y los días registraban unas aceleraciones y desaceleraciones misteriosas, inexplicables. -¿Por qué me pones la inyección ahora? ¿No tienen que pasar tres horas desde el comprimido amarillo? -Pero ¡si ya han pasado! O bien: -Ayer me dijiste que… -No te lo dije ayer sino hace por lo menos cuatro días. Cuando Luigi fue a despedirse para regresar a Londres, Adele los dejó a solas para que pudieran hablar libremente. Pero padre e hijo no tenían nada que decirse. -En cuanto te recuperes, te vienes a Londres. Prométemelo. -Te lo prometo. Pero sabía que jamás conseguiría ir a Londres. Su hijo lo estrechó fuertemente en sus brazos y le murmuró algo al oído que él no comprendió. -¿Qué? -Quería pedirte perdón. -¿Por qué? -Por lo que te dije cuando me anunciaste que te casabas con Adele. Me equivoqué. He visto que te quiere mucho y de verdad.
Una mañana que Adele había salido, como se sentía con un poco más de fuerza, se levantó de la cama y empezó a pasear por la casa. De vez en cuando se veía obligado a sentarse en una silla y se quedaba allí un ratito hasta recuperar el aliento, y después reanudaba el paseo. En determinado momento se encontró sentado delante del escritorio de su mujer, en la habitación que ahora utilizaba para las reuniones. Y sus ojos se posaron en una carta que Adele había dejado a medio escribir. Era para Gianna, su amiga del alma.