Una mañana, Adele estaba poniéndole la primera inyección del día, y a través de la ventana abierta un rayo de sol le iluminaba la cabeza, ligeramente inclinada hacia delante, siguiendo el vaciado de la jeringuilla en la vena. De ese modo él reparó en algo que le provocó un repentino sobresalto. -¡Cuidado! -rezongó ella-. ¿Qué demonios haces? -Perdona, he tenido un escalofrío. Entre los cabellos rubios de Adele había por lo menos tres que eran inequívocamente blancos. Y observó también que el cabello no estaba tan bien cuidado como de costumbre; aparte de despeinado, debía de hacer varios días que no se lo lavaba. La miró con mayor atención. Adele tenía una ligera pelusa en los brazos, y las uñas ya no relucían como antes. Claro que en la clínica no podía acicalarse, pero ya hacía tiempo que habían vuelto a casa. Por consiguiente, ¿cómo se explicaba aquello? Quizá la ceremonia matinal le habría llevado demasiado tiempo, le habría impedido dedicarse a él desde el momento de despertar. Y ella había renunciado a la ceremonia y se había dejado de historias. ¿Adonde había ido a parar Barbie? Cuántas veces la había llamado así en su fuero interno, cuando pensaba que se había casado con una muñeca de plástico, siempre impecable y con un armario repleto de vestidos, con la cual él podía jugar todo lo que quisiera, pero carente de alma y sentimientos. Al terminar la inyección, Adele se levantó. Y él vio que la falda no hacía juego con la blusa y que calzaba una especie de pantuflas. Se estaba descuidando. -¿Mando que te preparen la sopita de siempre? Él no contestó. La miraba perplejo. Pero ¿cuándo le habían salido aquellas arruguitas a los lados de la boca? -Bueno, ¿mando que te la preparen o no? ¿A que siempre se había equivocado con respecto a su mujer? ¿A que se había pasado diez años a su lado sin comprender absolutamente nada de ella? Igual ahora ya no tenía cabeza para sí misma porque sólo la tenía para él. Pero ¿y el desierto? ¿Y la aridez de sentimientos? ¿Y todas las fantasías que se había montado? Acaso la verdadera y sencilla verdad era la que tenía delante: una pobre mujer que por amor a él… sí señor, por amor a él, estaba castigando duramente aquel cuerpo que tanto había cuidado, le estaba negando sin piedad lo que siempre y de tan buen grado le había concedido. -¿Me dices qué quieres? -Abrazarte. -Le salió del alma. Ella abrió muchísimo los ojos, emitió un sonido extraño, como un lamento, y después se le sentó en las rodillas, le rodeó el cuello con los brazos, lo besó y rompió a llorar. De manera incontenible.
Adele dimitió de su cargo de presidenta del club del banco
Ahora conseguía levantarse de la cama tres veces a la semana para dar un breve paseo por el pasillo, siempre sostenido por Adele. Le costaba respirar, y por eso le pusieron una bombona de oxígeno al lado de la cama. Pero sólo la utilizaba cuando no tenía más remedio. Y fue precisamente una mañana, mientras estaba tumbado con los tubitos del oxígeno introducidos en las fosas nasales, cuando oyó una voz masculina en el pasillo. Después entró Adele sonriendo. -Hay una sorpresa para ti. Y se apartó para ceder el paso a un joven elegante que, al principio, él no reconoció. -¡Papá! Se dejó abrazar y besar, porque ni siquiera tuvo fuerzas para quitarse los tubos de la nariz. -Pero… ¿cómo? -Adele me telefoneó para decirme que no estabas muy bien, y entonces… Él se conmovió como hacen los viejos, con la barbilla temblando y sin lágrimas en los ojos.