Por la ventana del cuarto se veían pasar nubes, despacio, pardas y pesadas, en el cielo violeta del atardecer. Pese a ir adelantada, la primavera aún no se había decidido a abrir las puertas al calor, al Austro tibio que lleva a desahogar los cuellos y subir las mangas, en cierto modo Raimundo Silva anda viviendo en dos tiempos y dos estaciones, el julio ardentísimo que refulge e inflama las armas que cercan Lisboa, y este abril húmedo, gris, con un sol a veces destelleante que vuelva luz dura, como un diamante liso y cerrado. Abrió la ventana, apoyó los codos en la barandilla, se sentía bien pese a lo desabrido del tiempo, felizmente la casa da la espalda al Boreas, que es el que sopla en este momento, en súbitas y pequeñas ráfagas, que contornean la esquina y le rozan luego la cara como una caricia fría. Al poco, se siente aterido y piensa que debía recogerse, cuando en un instante queda transido, literalmente transido, al recordar que allí donde está no puede oír el timbre del teléfono, si suena. Entró deprisa y se precipitó hacia el despacho como si aún quisiera percibir las últimas vibraciones, el teléfono estaba allí, quieto, negro, como siempre, pero ahora había dejado de ser un animal amenazador, un insecto acorazado de espinos y aguijones, podía ser incluso comparado con un gato dormido, enroscado en su propio calor, que despierto no amenazará con uñas de pequeña y cuántas veces mortal fiera, sino que se quedará esperando la mano que se aproxima para rozarse en ella, voluptuoso y cómplice. Raimundo Silva volvió al cuarto, se sentó a la pequeña mesa junto a la ventana sin encender la luz, a la espera. Apoyó la frente entre las manos, gesto suyo característico, con las puntas de los dedos rozaba distraídamente la raíz de los cabellos donde otra historia estuvo escrita, porque ésta de ahora, comenzada, sólo podía leerla quien los ojos tuviera lúcidos y abiertos, no un ciego, a quien, por muy apurada que tuviera la sensibilidad táctil, no le dirían los dedos qué color es ése, nuevo, de unos cabellos. Pese a estar la tarde cayendo, la penumbra del cuarto no sería tan densa si no fuera por el alpende, que incluso en días claros cierra el paso a la luz cenital, y en este momento hace nacer aquí la noche cuando ahí fuera, entre los desgarrones lentos de las nubes, el cielo próximo aún se deja penetrar por los últimos rayos que el sol, pasando por detrás del mar, lanza hasta las regiones superiores del espacio. Erguidas en el estrecho solitario, las dos rosas albean en el oscuro azul del cuarto, las manos de Raimundo Silva se posan sobre la última hoja escrita, unas líneas negras indescifrables, tal vez de arábiga lengua, no estuvimos atentos a la voz del almuédano, en vano gritó él, el sol se demoró aún un largo minuto, posado sobre el horizonte nítido, esperando, después se dejó hundir, ahora cualquier palabra llegaría demasiado tarde. La silueta de Raimundo Silva se confunde poco a poco con el espesor de las sombras, las rosas aún recogen de la ventana la casi imperceptible luz retenida en los cristales y en ella se bañan, al tiempo que exhalan desde el corazón profundo de las corolas un perfume inesperado. Las manos de Raimundo Silva se levantan despacio y las tocan, una, otra, como si dos mejillas tocara, una, otra, preludio del movimiento siguiente, dos labios que lentamente se van aproximando y rozan los pétalos, la boca múltiple de la flor. Ahora que no suene el teléfono, que nada venga a interrumpir este momento antes de que por sí mismo se acabe, mañana los soldados reunidos en el Monte da Graça avanzarán como dos tenazas, a naciente y a poniente, hasta la margen del río, y pasarán a la vista de Raimundo Silva, que vive en la torre de la Porta de Alfofa, y cuando él se asome a la terraza, curioso, llevando una rosa en la mano, o dos, le gritarán desde abajo que es demasiado tarde, que ya no es tiempo de rosas, sino de sangre final y de muerte. Por este lado, en dirección a la Porta de Ferro, bajará el cuerpo de tropa que lleva por capitán a Mem Ramires y donde, en el tropel, va Mogueime, a quien su comandante, viéndolo al fin y reconociéndolo, imaginamos que por la altura, que la cara es barbada como la de todos, le gritará con una buena risa llana y medieval, Eh, hombre, altas son de más estas murallas para que a tus hombros pueda yo otra vez subir y lanzar la escala, como en Santarem hicimos y cuán bien nos aprovechó, y al rey nuestro señor, y Mogueime, puesto en confianzas, pero a quien, aun así, no se le pasa por la cabeza contradecir la versión de su oficial sobre la posición relativa de las partes constitutivas de la ya célebre escalera humana, responde con aquella filosofía de soldado que va a la guerra y contesta al general que pasa en jeep, Si ahí dentro nos volvemos a ver, será señal de que hemos ganado ambos la guerra, pero si alguno de nosotros falta al encuentro, ése la habrá perdido, y ahora, alce vuestra señoría el escudo, que ahí viene una lluvia de saetas. Raimundo Silva encendió la lámpara de la mesa, la rápida luz por un momento pareció apagar las rosas, después reaparecieron como si a sí mismas se reconstruyeran, pero sin aura ni misterio, al contrario de lo que se cree fue un botánico el autor de la célebre frase, Una rosa es una rosa es una rosa, un poeta habría dicho sólo, Una rosa, el resto cabría en el silencio de contemplarla.