Читаем Historia del cerco de Lisboa полностью

Si por buenos y averiguados tomamos los hechos tal como en su carta a Osberno nos relató el antes mencionado Fray Rogeiro, va a ser preciso explicar a Raimundo Silva que no se engañe sobre la supuesta facilidad de acampar, sin más, en la frontera de la Porta de Ferro, o en cualquier otra, porque esta perversa raza de moros no es tan timorata que, sin lucha, se haya encerrado a siete llaves, a la espera de un milagro de Alá capaz de desviar a los gallegos de sus funestas intenciones. Lisboa, lo hemos dicho, tiene casas fuera de sus muros, y no son ellas pocas, ni de simple veraneo o jardinaje, más bien es ésta una ciudad que rodea a la otra, y si es sabido que, dentro de unos días, cuando el cerco sea al fin una realidad geométrica, en ellas se instalarán cómodamente los cuarteles generales y las personalidades importantes, militares y religiosas, así dispensadas de soportar la relativa incomodidad de las tiendas, ahora va a ser necesario pelear duramente para expulsar a la marisma de estos apacibles arrabales, de calle en calle, de patio en patio, de azotea en azotea, batalla que no durará menos de una semana y que sólo será posible vencer porque los portugueses en esa ocasión eran superiores en número, una vez que los moros no sacaron todos sus batallones y las tropas de dentro no podían intervenir con las hondas y las ballestas, por miedo a herir o matar hermanos que a este combate de primera línea, de buen grado o sin él, se habían sacrificado. No censuremos, sin embargo, a Raimundo Silva, que, como él mismo no se ha cansado de recordarnos, no pasa de ser un simple corrector eximido del servicio militar, y sin conocimiento de estas artes, pese a que entre sus libros haya una edición resumida de las obras de Clausewitz, comprada de lance hace muchos años y que nunca abrió. Quizá haya querido abreviar su propio relato, considerando que, pasados tantos siglos, lo que cuenta son sólo los episodios principales. Hoy las personas no tienen ni tiempo ni paciencia para meterse en la cabeza pormenores y menudencias históricas, eso estaría bien para los contemporáneos de nuestro rey Don Afonso el Primero, que tenían, desde luego, mucha menos historia que aprender, una diferencia de ocho siglos a su favor no es juego ninguno, lo que a nosotros nos salva son los ordenadores, les metemos dentro todo cuanto sea enciclopedia y diccionario, y quedamos así dispensados de tener memoria propia, pero este modo de entender las cosas, digámoslo antes de que nos lo diga otro, es absoluta y condenatoriamente reaccionario, pues las bibliotecas de nuestros padres y abuelos para eso es para lo que servían, para que no sufriera carga excesiva el neopalio, que ya hace demasiado para el tamaño que tiene, minúsculo, allí en el fondo del cerebro, rodeado de circuitos por todas partes, cuando Mem Ramires le dijo a Mogueime, Ponte ahí, que voy a subirme en tus hombros, tal vez no se piense que fue esta frase obra del neopalio, donde, estando la memoria de escaleras y soldados disciplinados, está también la inteligencia, convergencia o relación de causa y efecto de la que no se puede envanecer el ordenador, pues, sabiéndolo todo, no entiende nada. Dicen.

Está Lisboa al fin cercada, ya han enterrado algunos muertos, los heridos han sido llevados en bateles hasta la otra orilla del estuario, y desde allí, por el monte arriba, unos a los cementerios, otros a los hospitales de sangre, éstos todos juntos, aquéllos según su nación y condición. En el campamento, si descontamos el pesar y el llanto por las pérdidas sufridas, nada exageradas, pues esta gente es dura de sentimientos y poco dada a lágrimas, se nota una gran confianza en el futuro y una extremada fe en las ayudas de Nuestro Señor Jesucristo, que esta vez no va a precisar darse el trabajo de aparecerse como en Ourique, ya obró prodigio bastante al hacer que los moros, en la prisa de la retirada, hubieran abandonado al apetito enemigo, nuestro, las muchas cargas de trigo, cebada, mijo y legumbres que, para provisión de la ciudad y por no caber en ella, estaban guardadas en bodegas subterráneas abiertas a media ladera, entre la Porta de Ferro y la Porta de Alfofa. Fue entonces, en esta feliz descubierta, cuando el rey Don Afonso, con una sabiduría que su poca edad no haría prever, pues tenía entonces treinta y ocho años, un chiquillo, pronunció la célebre sentencia que entró de inmediato en el circuito de las ideas portuguesas, Guardado está el bocado para quien lo ha de comer, y prudentemente mandó recoger los alimentos para no tener que inventar tan pronto otro dictado, Barriga de pobre, antes reventar que sobre, el mejor momento para racionar es el de la abundancia, remató.

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