Adiós, fue la palabra. En su cuarto, acostada, María Sara cuelga lentamente el auricular, al mismo tiempo que Raimundo Silva, sentado a su mesa, cuelga lentamente el auricular. Con un movimiento ondulatorio, ella se hunde, perezosa, entre las sábanas, mientras él, con abandono, se recuesta en el respaldo de la silla. Están felices, ambos, y hasta tal punto que sería gran injusticia separarnos de uno para quedarnos hablando del otro, como más o menos estaremos obligados a hacer, pues conforme quedó demostrado en otro más fantasioso relato, es física y mentalmente imposible describir los actos simultáneos de dos personajes, mayormente si ellos están lejos el uno del otro, al sabor de los caprichos y preferencias de un narrador siempre más preocupado con lo que cree que son los intereses objetivos de su narración que con las esperanzas legítimas de este o de aquel personaje, aunque secundario, de ver preferidos sus más modestos decires y menudas ácciones a los importantes hechos y palabras de los protagonistas y los héroes. Y como de héroes hablamos, dense como ejemplo ilustrativo aquellos encuentros maravillosos de los caballeros de la Tabla Redonda o de la Demanda del Graal con sabios ermitaños o misteriosas doncellas puestas en su camino, que llegando al fin la plática y la lección, partía el caballero rumbo a nuevas aventuras y reuniones, y nosotros obligatoriamente con él, quedando en la página abandonados, cuántas veces del todo y para siempre, el ermitaño en una, la doncella en otra, cuando nos gustaría más saber qué destino tuvieron ésos, si al ermitaño, por amor, lo retiró una reina de su ermita, si la doncella, en vez de quedarse en el bosque a la espera del próximo caballero perdido, fue ella a ver si encontraba por el mundo un hombre. En este caso de María Sara y Raimundo Silva, la cuestión se complica mucho, visto que los dos son personajes principales, como principales estarán siendo, ahora mismo, sus gestos y pensamientos, de los cuales, al fin, vista la dificultad insuperable, no nos queda otra solución que elegir algo que el criterio del lector tenga a bien aceptar como esencial, por ejemplo, en cuanto a María Sara, observar que hubo también cierta voluptuosidad en el movimiento que primero nos limitamos a calificar de perezoso, y que Raimundo Silva tiene los labios secos como si una repentina fiebre hubiera entrado en su cuerpo, y todo él empezó a temblar, es la resaca de los nervios, tensos durante la conversación, engañosamente relajados en el instante brevísimo de los adioses, y zumbando ahora como alambres tensados, o respetando la belleza y la conmoción, arpa eólica que el viento aunque ciclónico, hace vibrar. Dígase también que durando la sonrisa de María Sara tanto, y siendo o pareciendo tan genuinamente feliz la expresión de él, la cuñada le preguntó, curiosa, Quién es ese Raimundo Silva que te ha puesto en ese estado, y María Sara, sin dejar de sonreír, respondió, Todavía no lo sé. Raimundo Silva no tiene con quien hablar, sonríe apenas, ahora que la tranquilidad regresa poco a poco, se levanta, es un hombre nuevo el que sale del despacho y se dirige al dormitorio, y que mirándose a un espejo no se reconoce, aunque, tan consciente de ser esto que aquí está, que al reparar en la línea blanca de la raíz de los cabellos se limita a encogerse de hombros, con una indiferencia que es real, quizá un poco impaciente, tal vez porque son lentos los progresos de la verdad. María Sara mira la hora en el reloj de pulsera, es pronto para que vuelva a sonar el teléfono o para que ella se decida a llamar, la gran prueba de la sabiduría es tener presente que hasta los sentimientos deben saber administrar el tiempo. Raimundo Silva mira la hora en el reloj de pulsera y sale. Pasó en la calle más tiempo del necesario para ir a la florista y comprar cuatro rosas, las más suavemente blancas que había. Cruzó con la dependienta un animado diálogo antes de conseguir lo que por añadidura pretendía y para lo que, al fin, tuvo que mostrarse mucho más generoso propinador de lo que es práctica común y aún menos costumbre propia, pues no persuadieron lo bastante a la dependienta los diversos argumentos usados, desde el intento de demostrarle que la diferencia entre dos rosas y doce rosas es puramente aritmética y no de valor, hasta algunas misteriosas y veladas alusiones al cumplimiento de una promesa sobre la cual un juramento solemne le impedía abrirse como le gustaría, Aunque sólo fuera para corresponder a tanta paciencia y amabilidad. Ya con la gratificación reconfortante en el bolsillo de la bata de servicio, la dependienta accedió a dejarse impresionar, y, prosiguiendo la conversación, no sorprendería nada que acabaran concluyendo que el dinero no tuvo ninguna influencia en el entusiasmo con que ella se adhirió al inusual requerimiento del cliente, inusual, sí, puesto que, por más vueltas que se le den, dos rosas no son doce, ni siquiera una orquídea, que ésa a sí misma se basta, y hasta se prefiere. Para no ser cogido en falso, en ausencia que sería doblemente frustradora, Raimundo Silva volvió a casa en taxi, subió las escaleras corriendo, proeza gimnástica que durante unos minutos dificultó su respiración, Imprudencia, pensó, a mi edad no se debe subir de esta manera la Calçada de la Gloria, dijo gloria sin pensarlo, luego, divirtiéndose con sus mismas exageraciones, físicas y vocabulares, retiró la flor marchita del solitario, cambió el agua, y dispuso en él, con arte y lentitud de japonés, las dos rosas que había traído.