Читаем Historia del cerco de Lisboa полностью

Grandes son las diferencias entre la paz y la guerra. Cuando las tropas aquí estuvieron acampadas, mientras los soldados decidían si sí o si no se quedaban, las mayores luchas registradas no fueron más allá de escaramuzas rápidas, cambios aéreos de saetas y girándulas de insultos, Lisboa aparecía, por así decir, como una joya reclinada en la ladera, ofrecida a las voluptuosidades del sol, toda cubierta de centelleos, rematada en lo alto por la mezquita del castillo, rebrillante de mosaicos verdes y azules, y, en la vertiente vuelta hacia este lado, el arrabal, del que la población aún no se había retirado, si con algo podía compararse sería con la antecámara del paraíso. Ahora, fuera de los muros hay casas quemadas y paredes derruidas, e incluso desde tan lejos se contempla el caminar de la ruina, como si el ejército portugués fuese un enjambre de hormigas blancas tan capaces de roer madera como piedra, aunque se les partan los dientes y el hilo de la vida en el áspero trabajo, como ya se ha visto y se ha de ver. Mogueime no sabe si tiene miedo de morir. Encuentra natural que mueran otros, en las guerras pasa siempre, o para que pase son hechas las guerras, pero si fuese capaz de preguntarse a sí mismo qué es lo que realmente teme en estos días, respondería que no es tanto la posibilidad de la muerte, quién sabe si ya en el próximo asalto, si no a otra cosa a la que simplemente llamaríamos pérdida, no de la vida en sí, mas de lo que en ella sucede, por ejemplo, si pudiendo Ouroana llegar a ser suya pasado mañana, quisiera el destino, o la voluntad de Nuestro Señor, que a pasado mañana no llegase por tener que morir mañana mismo. Pensamientos de éstos ya sabemos que no los puede tener Mogueime, él va por un camino más directo, que venga la muerte tarde, que pronto venga Ouroana, y entre la hora de llegar ella y partir él esté la vida, pero también este pensamiento es demasiado complejo, resignémonos entonces a no saber qué piensa realmente Mogueime, entreguémonos a la aparente claridad de los hechos, que son los pensamientos traducidos, aunque en el paso de éstos a aquéllos siempre algunas cosas se quiten y añadan, lo que al fin viene a significar que sabemos tan poco de lo que hacemos como de lo que pensamos. El sol va alto, pronto será mediodía, seguro que están los moros observando los movimientos del campamento, a ver si como ayer vuelven los gallegos a atacar cuando los almuédanos llamen a oración, que por ahí se ve el ningún respeto que guardan los desalmados a la fe de los otros. Mogueime, para acortar camino, cruza el estuario por el vado a la altura de la Plaza de los Restauradores, aprovechando la marea baja. Andan por aquí, desahogando los miedos e intentando mariscar, soldados de los que se enfrentan con la Porta de Alfofa, vinieron de lejos, no hay duda, ya entonces se decía, Ojos que no ven, corazón que no siente, en este caso no se trata de las intermitencias de la pasión, sino de buscar alivios alejados del teatro de la guerra, cuya vista, tras la fiebre del combate, los más delicados no soportan. Y para evitar que éstos se escapen andan por ahí unos cabos, como pastores o perros vigilando el ganado, no hay otra manera, que la tropa tiene cobrada la soldada hasta agosto y dará su cuerpo a lo contratado, día tras día, hasta cumplido el plazo, salvo impedimento de haberse cumplido con anterioridad otro plazo, el de la vida. El segundo brazo del estuario no lo puede pasar Mogueime a vado, ni en bajamar, por ser más hondo, por eso va subiendo a lo largo de la orilla hasta llegar a los arroyos de agua dulce, donde un día de éstos verá a Ouroana lavando ropa y le preguntará, Cómo te llamas, pero es sólo un pretexto para sacar conversación, si hay algo en esta mujer que para Mogueime no tenga secretos es su nombre, tantas son las veces que lo ha dicho, los días no sólo se repiten, son iguales, Cómo te llamas, preguntó Raimundo Silva a Ouroana, y ella respondió, María Sara.

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