Raimundo Silva está solo otra vez, durante unos segundos se interrogó todavía, curioso, sobre el melifluo tono con que la señora María se ha despedido, mujer desconcertante que tan pronto aparece de mala cara como da muestras de querer metérsenos en el corazón, pero la Historia del Cerco de Lisboa lo llamó a la otra realidad, a la construcción de la torre destinada a liquidar de una vez por todas la resistencia de los moros, y sabiendo nosotros que de eso depende la existencia de una patria, no podemos dar el trabajo por interrumpido, aunque a Raimundo Silva le gustara mucho más tener aquí a María Sara que andar dando cuenta de operaciones de las que nada sabe, aparejo de troncos, desbastar las tablas, afinar las clavijas, trenzar las cuerdas, todos esos materiales que, reunidos, van levantando poco a poco una torre que no es la de Babel, ésta de ahora no aspira a subir más alto que el adarve de la muralla, y, en cuanto a las lenguas, la intención de Don Afonso Henriques no es repetir la multiplicidad de ellas, sino cortar ésta por la raíz, tanto en sentido figurado, alegórico, como en el propio y sangriento. Cuando vuelva María Sara, mañana por la tarde, como prometió al marcharse, para quedarse esa noche y la siguiente, y también el día entre ellas, que es domingo, la obra estará adelantada, pues otros sucesos esperan a su vez, y el tiempo cambió de nombre, ahora se llama urgencia, Calma, dirá María Sara, no caben más cosas en un año que en un minuto sólo por ser minuto y año, no es el tamaño del vaso lo que importa, sino lo que cada uno de nosotros pueda poner en él, aunque acabe por desbordarse y se pierda. Como también esta torre se perderá.
Más de una semana tardó la construcción. Entre la mañana y la noche, el caballero Enrique no vivía sino para su idea, e, incluso cuando en la tienda reposaba, se le cortaba el sueño con sólo pensar que podía haber quedado poco firme una viga de apoyo, y llegaba hasta el punto de levantarse en medio de la madrugada para asegurarse de la solidez de unos encajes y de la buena tensión de unas cuerdas. Tan excelente señor era y tan piadoso que en el acceso del trabajo, no le parecía indigno meter un hombro a la carga si a uno de los extenuados soldados se le quebraba, en un instante de flaqueza, el muelle de los riñones. En una de estas ocasiones se encontró Mogueime tras él, que también Mogueime andaba ayudando en lo de la torre, y fue el caso que venía Ouroana a ver la marcha de la obra y naturalmente a mirar para quien sólo ojos debería tener, su señor y amo, pero esto no impidió que notara la fijeza con que la miraba el soldado alto que estaba detrás, se había fijado en él desde el primer día, siempre mirándola donde quiera que la encontrase, primero en el campamento del Monte de San Francisco, después en el campamento del rey, ahora en esta estrecha punta de tierra, tan estrecha que parecía obra de milagro que cupieran allí todos sin tropezar unos con otros, por ejemplo, este hombre y esta mujer que no han hecho más que mirarse. Mogueime veía a un palmo de distancia la nuca ancha del alemán, sobre la que caían largos cabellos rubios empastados de polvo y de sudor, matarlo en medio de esta confusión quizá no fuera difícil y quedaría Ouroana libre, pero no más próxima que ahora. Tentaciones de muerte violenta, apretando mucho el remordimiento sólo de tenerlas, deberían ser llevadas al confesor, pero descubrir también al fraile que vivía codiciando la mujer de la víctima, aunque concubina, era más de lo que en su valor cabía. De furor y rabia hizo un gesto brusco y golpeó en la espalda del alemán, que miró hacia atrás, pero tranquilo y sin sorpresa, era frecuente el caso en ayuntamientos de tan descompasado esfuerzo, y ese mirar directo fue bastante para que se disolviera la ira de Mogueime, no podía odiar a un hombre que nunca le había hecho mal, sólo por desear tanto a la mujer que era de él.