Raimundo Silva posó el bolígrafo, se frotó los ojos cansados, después releyó las últimas líneas, las suyas. No le parecieron mal. Se levantó, se llevó las manos a los riñones y se inclinó hacia atrás, suspirando con alivio. Había trabajado horas seguidas, olvidándose incluso de cenar, tan absorbido por el asunto y por las palabras que a veces le huían, que ni se acordó de María Sara, olvido éste que sería muy de censurar si la presencia de ella en él, salvo la exageración de la metáfora, no fuera como la de la sangre en las venas, en la que realmente tampoco pensamos, pero que, estando allí y por allí circulando, es condición absoluta de la vida. Salvo la exageración de la metáfora, volvemos a decir. Las dos rosas del solitario se bañan en el agua, se alimentan de ella, verdad es que no duran mucho, pero nosotros, relativamente, no duramos tanto. Abrió la ventana y miró la ciudad. Los moros festejan la destrucción de la torre. Las Amoreiras, sonrió Raimundo Silva. Por aquel lado está la tienda del caballero Enrique, a quien enterrarán en el cementerio de San Vicente. Ouroana, sin lágrimas, vela el cadáver, que huele ya. De los cinco hombres de armas, falta uno que fue herido. El que intentó poner mano en Ouroana la mira de vez en cuando, y piensa. Fuera, escondido, Mogueime ronda alrededor de la tienda como una mariposa fascinada por la claridad de los hachones que sale por la abertura de los paños. Raimundo Silva mira el reloj, si dentro de media hora no ha telefoneado María Sara, llamará él, Cómo estás, amor mío, y ella responderá, Viva, y él dirá, Es un milagro.
Dice Fray Rogeiro que fue por este tiempo cuando hubo señales de que el hambre empezaba a apretar a los moros en la ciudad. Y no era de admirar, si pensamos que encerradas en aquellos muros como en un garrote, estaban más de sesenta mil familias, número que a primera vista asombra y a segunda aún asombra más, porque en aquellas eras remotas, familias de padre, madre y un hijo serían rarezas sospechosas, e incluso haciendo cuentas muy por bajo, llegaríamos a una población de doscientos mil habitantes, cálculo a su vez puesto en entredicho por otra fuente de investigación, según la cual sólo los hombres eran, en Lisboa, ciento cincuenta y cuatro mil. Ahora bien, si consideramos que el Corán autoriza que cada hombre tenga hasta cuatro mujeres, y en todas naturalmente haciendo hijos, y si no olvidamos los esclavos, que aunque poco tienen de persona también comen, por lo que debieron de ser los primeros en sentir carencias, la conclusión nos lanza hacia números de los que manda la prudencia desconfiar, algo así como cuatrocientas o quinientas mil personas, imagínese. De todos modos, si no eran tantas, sabemos al menos que eran muchas, y desde el punto de vista de quienes allí vivían hasta demasiadas.