El cuerpo del caballero Enrique fue llevado a su tienda, donde Ouroana, sabedora ya del infortunio, hacía su planto obligado de concubina, sin más. Yacía el caballero en la tarima, con las manos en oración, atadas sobre el pecho, y habiendo sido tan rápida la muerte, allí estaba de rostro sereno, tan sereno que parecía dormir, e incluso, mirando más de cerca, diríamos que sonríe, como si estuviera ante las puertas del paraíso, sin más torre ni arma que la bondad de sus acciones en la tierra, pero tan seguro de entrar en la bienaventuranza como de estar muerto. Siendo el calor mucho, al cabo de unas horas ya se le desfiguraban los rasgos, se sumía su feliz sonrisa, entre este cadáver ilustre y cualquier otro destituido de méritos particulares no se notará diferencia, más tarde o más temprano acabaremos todos por quedar iguales ante la muerte. Ouroana se desgreñó el pelo, rubio de un rubio gallego, y lloraba, un tanto cansada de no sentir disgusto, sólo una discreta pena de un hombre contra quien no tenía más razones de queja que el haberla robado con violencia, que en cuanto al resto, siempre había sido bien tratada, según lo que hoy podemos imaginar de lo que hace ocho siglos pasaría entre una barragana y el hidalgo su dueño. Quiso Ouroana saber qué fin había tenido el criado fiel, que muerto o muy herido debería estar para no venir a lamentarse a la cabecera de su amo, y le dijeron que lo habían transportado inmediatamente al cementerio del otro lado del estuario, aprovechando la oportunidad de estarse despejando el terreno de las calcinadas vigas y troncos, para que no quedaran por allí dificultando los movimientos, y en una única maniobra de limpieza recogieron también y se llevaron los cadáveres completos, que de los trozos más pequeños encontrados se hizo sepultura expedita en un rebaje de esta cuesta, donde será difícil que puedan resucitar cuando suenen las trompetas del Juicio Final. Se encontró, pues, Ouroana libre de señores directos o indirectos, e hizo cuestión de demostrarlo a la primera ocasión, cuando uno de los hombres de armas del caballero Enrique, sin respeto al difunto, quiso allí mismo poner mano en ella, estando sola. Como un relámpago apareció en la mano de Ouroana un puñal que ella con previdente diligencia había retirado del cinto del caballero cuando lo trajeron, delito en el que afortunadamente no la sorprendió nadie, que un caballero debe ir al túmulo, si no con todas sus armas sí al menos con las menores. Ahora bien, un puñal en frágiles manos de mujer, aunque estén habituadas a los trabajos de laboreo y a los cuidados del ganado, no era amenaza que pudiera poner miedo a un guerrero teutón, sin duda consciente de la superioridad de su aria raza, pero hay ojos que valen por todos los armamentos del mundo, y si éstos no eran de los que podían aclarar los interiores del malvado, podían a tres pasos intimidarlos, añadiendo que el recado no podría ser más claro, Si me pones la mano encima, o te mato o me mato, dijo Ouroana, y él retrocedió, con menos miedo de morir que de ser culpado por la muerte de ella, aunque pudiese siempre alegar que la pobrecilla, no soportando las ascuas del pesar, allí, ante sus ojos, se había quitado la vida. Prefirió el soldado retirarse, pidiendo a Dios que si de estas aventuras en tierra extraña fuese él servido que escapara, le haga encontrar aquí, si aquí queda, o en la Germania distante, una mujer como esta Ouroana, que aunque no sea aria, la recibiría con mucho gusto.