Finalmente quedó terminada la torre. Era una pieza estupenda de ingeniería militar que se desplazaba sobre ruedas macizas y se componía de un complejo sistema de trabazones internos y externos que unían entre sí las cuatro plataformas que definían la estructura vertical, una inferior que se asentaba directamente en los ejes fijos de las ruedas, otra superior que se prolongaba amenazadora hacia el lado de la ciudad, y dos intermedias que servían para reforzar el conjunto y servirían de protección temporal a los soldados que se prepararan para subir. Una polea maniobrada desde abajo permitía hacer subir rápidamente serones llenos de armas, de modo que no faltasen en lo más duro del combate. Cuando la obra se dio por acabada, la tropa rompió en vivas y aclamaciones, ansiosa por lanzarse al asalto, tan fácil le parecía ahora la conquista. Los propios moros debían de estar asustados, un silencio estupefacto acalló los insultos que constantemente llovían desde arriba. El entusiasmo en el campamento de la Porta de Ferro aún se hizo mayor al saberse que las torres de los franceses y de los normandos llevaban atraso, por lo tanto, allí estaba la gloria al alcance de la mano, no había que hacer más que empujar el carro de asalto hasta pegarlo al muro, fue entonces cuando Mem Ramires como capitán dio la voz, Empujad, muchachos, vamos por ellos, y todos hicieron cuanta fuerza podían. Desgraciadamente, no habían tenido en cuenta que el terreno de delante era inclinado, y a medida que avanzaban ya bajo el fuego enemigo, la torre se iba inclinando hacia atrás por la parte de arriba, haciéndose evidente que, aunque consiguieran llegar al muro, la plataforma superior se quedaría demasiado apartada como para poder tener utilidad alguna. Entonces el caballero Enrique, avergonzado por su imprevisión, dio orden de volver al principio, ahora los carpinteros cederían lugar a los zapadores, se trataba de abrir un camino liso y derecho, tarea realmente peligrosa, pues los cavadores tendrían que trabajar al descubierto bajo la avalancha de proyectiles de todo tipo que caían desde la muralla, y tanto peor cuanto más se aproximasen. Incluso así, y a pesar de las bajas sufridas, se abrieron unos veinte metros por donde ya podría avanzar la torre, sirviendo de cobertura para el trecho siguiente. En esto estaban, haciendo cada cual lo mejor de que era capaz, moros de un lado, cristianos de otro, cuando de repente el suelo cedió de un lado y tres ruedas se enterraron hasta los cubos, haciendo que la torre se inclinara asustadoramente. Se oyó un grito general, de aflicción y de miedo en el campo de los portugueses, de diabólica alegría en los adarves donde la negra morisma asistía como desde un palco. En equilibrio periclitante, la torre rechinaba de arriba abajo, con todo el maderamen sujeto a tensiones que no habían sido previstas, y pronto algunas trabazones se rompieron. Perdida la cabeza, viendo a punto de malograrse lo que debería ser demostración magnífica de su ingenio, el caballero Enrique se desesperaba, soltaba en lengua germánica plagas que desde luego en nada condecían con la fama, pese a todo merecida, en que era tenido, pero que la grosería inherente a estos primitivos tiempos más que justificaba. Por fin, calmándose, fue a examinar de cerca la situación, los estragos, concluyendo que el remedio, si lo era, estaba en prender en las vigas superiores, del lado opuesto al sentido de la inclinación, unas cuerdas muy largas, y poner a toda la compañía a tirar de allí, para dar holgura a las ruedas enterradas y poder calzarlas con piedras, sucesivamente, hasta hacer que la torre volviera a la vertical. El plan era perfecto, pero, para que se alcanzase el desiderátum, era necesario, primero, proceder a una operación arriesgadísima, que consistiría en liberar las ruedas retirando precisamente la tierra que amparaba a la pesada construcción, pues en ella, aunque inclinada, se apoyaba la plataforma inferior. Era un riesgo, un albur, una ecuación con una enorme y aterradora incógnita, pero no se encontraba otra solución, aunque, en rigor, deberíamos llamarle ínfima probabilidad. Fue ésta la ocasión que los moros eligieron para lanzar desde arriba una lluvia de saetas y virotes con mechas inflamadas, que zumbaban en el aire como enjambres de abejas y venían a caer aquí, allí, dispersas, el viento que hacía perjudicaba afortunadamente la puntería de los arqueros, pero tantas veces va el cántaro a la fuente que al fin se rompe el asa, bastó que un virote acertase en el blanco para que los otros inmediatamente aprendieran el camino, queriendo al fin la mala suerte que la torre acabara despeñándose, no tanto por efecto de la inclinación, agravada por la excavación de la tierra, sino por causa de los agitados esfuerzos para apagar el fuego que había prendido en diversas partes. De la brutal caída quedaron muertos o malheridos los soldados que en lo alto de la torre estaban prendiendo las cuerdas, y también algunos de los que trabajaban con las palas en las ruedas, y finalmente, pérdida sin remedio, el caballero Enrique, alcanzado por un virote ardiente que su sangre generosa pudo apagar aún. Como él, pero por haber recibido de lleno en el pecho una viga que se había soltado en el derrumbe, murió también el fiel criado, quedando así Ouroana sola en el mundo, lo que, pudiendo ser recordado en otra ocasión, aquí se deja ya mencionado, teniendo en cuenta la importancia del hecho para la continuación de esta historia. No se describe el júbilo de los moros, seguros como estaban, y más en aquel momento, del mayor poder de Alá sobre Dios, comprobado por la derrota fragorosa de la torre maldita. Y tampoco es posible describir el pesar, la rabia y la humillación de la gente lusitana, aunque alguna de ella no se cohibiese de murmurar que cualquier persona con dos dedos de frente y experiencia de guerra debería saber que las batallas se ganan con la punta de la espada, y no con ingenios extranjeros que tanto pueden estar a favor como en contra. Destrozada, la torre ardía como una hoguera de gigantes, y en ella se reducían a torreznos y cenizas sabe Dios cuántos hombres que en la confusión del derrumbe habían quedado presos. Un desastre.