Читаем Historia del cerco de Lisboa полностью

No hay mal que por bien no venga, he aquí un famoso dictado, anterior a cuantos relativismos filosóficos se engendraron, y que sabiamente nos enseña que son penas perdidas querer juzgar los casos de la vida como si de separar el trigo de la cizaña se tratase. Temiera nuestro Mogueime perder la esperanza de conquistar a Ouroana si cualquier hidalgo, por alarde o capricho, o, quién sabe, por un sentimiento más serio aunque no duradero, la tomase para sí, quitándola del valle de la mala vida al menos por el tiempo de la guerra. No sucedió tal, y esto fue un bien, pero el motivo de no haber sucedido fue él un mal, pues se había hecho público y notorio que aquella solitaria mujer, no siendo puta confirmada, había tenido comercio carnal con soldados sin graduación, dos de los cuales acabaron muertos en condiciones misteriosas, lo que, no interesando especialmente a la historia, como ya sabemos, sirvió para reforzar las razones de desinterés por parte de señores que no andan a las sobras y tienen superstición bastante para no tentar al demonio, aunque él venga en figura de tan estupenda mujer. Entonces, dejada de todos por razones tan contrarias, estaba Ouroana lavando ropa en un arroyo que desaguaba en el estuario, oficio limpio del que había tenido que valerse para proveer a su sustento, cuando ve por el rabillo del ojo que se acerca aquel soldado que la sigue por dondequiera que vaya. Aun haciendo la barba crecida tan iguales las caras de los hombres, a éste no sería fácil confundirlo, pues de altura rebasa al mayor de los otros al menos en media cuarta, y la complexión general condice, todo a su favor. Se sentó él en una piedra, cerca, y allí se quedó, callado, observando, ahora ella alza el cuerpo, levanta y baja el brazo para batir la ropa, el ruido del golpe corre sobre el agua, es un sonido que no se confunde, y otro, y otro, y luego hay un silencio, la mujer descansa las dos manos sobre la piedra blanca, un viejo cipo funerario romano, Mogueime mira y no se mueve, es entonces cuando el viento trae el grito agudo de un almuédano. La mujer vuelve levemente la cabeza hacia la izquierda, como para escuchar mejor la llamada, y, estando Mogueime de ese lado, un poco hacia atrás, habría sido imposible que no se encontraran los ojos de él con los ojos de ella. Con los pies descalzos en la arena gruesa y húmeda, Mogueime siente el peso de todo su cuerpo como si hubiera pasado a formar parte de la piedra en que está sentado, bien podrían ahora las trompetas reales tocar al asalto, que lo más seguro es que no las oyera, lo que sí resuena en su cabeza es el grito del almuédano, continúa oyéndolo cuando mira a la mujer, y cuando por fin ella desvía los ojos, el silencio se hace absoluto, es verdad que hay ruidos alrededor pero pertenecen a otro mundo, las mulas resuellan y beben en el arroyo de agua dulce que desagua en el estuario, y como probablemente no se encontraría otra manera mejor de empezar lo que ha de ser hecho, Mogueime pregunta a la mujer, Cómo te llamas, cuántas veces nos habremos preguntado unos a otros, desde el inicio del mundo, Cómo te llamas, añadiendo luego nuestro propio nombre, Yo soy Mogueime, para abrir un camino, para dar antes de recibir, y después nos quedamos a la espera hasta oír la respuesta, cuando viene, cuando no es con silencio como nos responden, pero no fue éste el caso de ahora, Me llamo Ouroana, dijo ella, ya lo sabía él, pero dicho por esta boca fue la primera vez.

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