Raimundo Silva cerró el libro. Pese a estar fatigado, su voluntad sería continuar la lectura, seguir los episodios de la batalla hasta la derrota final de los moros, pero Gil de Rolim, tomando la palabra en nombre de los cruzados presentes allí, dijo al rey que, de este modo notificados del memorable prodigio obrado por el Señor Jesús en región también ella tan apartada, al sur de Castro Verde, en sitio que llaman de Ourique, provincia de Alentejo, en la mañana del día siguiente le daría respuesta. Por lo que, cumplidos los saludos y ceremonial de ordenanza, igualmente se recogieron a sus tiendas.
El rey durmió mal, con un sueño inquieto que constantemente se interrumpía, pero pesado y negro como si de él no tuviera que despertar jamás, y fue un dormir donde no acontecieron sueños ni pesadillas, ningún viejo de aspecto venerable anunciando el suave milagro, Aquí estoy, ninguna mujer gritando, No me maltrates que soy tu madre, sólo una densa e inexplicable negrura que parecía envolverle el corazón y cegarlo. Despertaba sediento y pedía agua, que bebía ávido, e iba a la entrada de la tienda para acechar la noche, impaciente con el tardo movimiento de los astros. Era luna llena, de aquellas que transforman el mundo en fantasma, cuando todas las cosas, las vivas y las inanimadas, murmuran misteriosas revelaciones, pero va diciendo cada cual la suya, y todas desencontradas, por eso no logramos entenderlas y sufrimos la angustia de casi saber y quedarnos no sabiendo. El estuario brillaba entre las colinas, el río llevaba las aguas como un resplandor, y las hogueras atizadas en las terrazas del castillo y los gruesos hachones que señalaban cada uno de los barcos de los cruzados eran como fuegos pálidos en la luminosa oscuridad. El rey miraba a un lado, miraba a otro, imaginaba cómo estarían aquellos moros y aquellos francos mirando las hogueras del campamento portugués, qué pensamientos, qué miedos y qué desdenes, qué planes de batalla, qué decisiones. Volvía a tumbarse en el catre, sobre la piel de oso en que solía dormir, y esperaba al sueño. Se oían voces alrededor, algún rumor de armas, el candil encendido en la tienda hacía danzar las sombras, después el rey entraba en el silencio y en un negro infinito, se quedaba dormido.
Pasaron las horas, la luna descendió y acabó por desaparecer. Entonces las estrellas cubrieron el cielo todo, centelleando como reflejos en el agua, abriendo espacio al blanco camino de Santiago, después, cuánto tiempo después, la primera luz de la mañana se fue abriendo lentamente detrás de la ciudad, negra en el contraluz, poco a poco se iban extinguiendo las almenaras, y cuando apuntó el sol, invisible aún desde este lugar en el que estamos, se oyeron las acostumbradas voces que resonaban entre las colinas, eran los almuédanos llamando a la oración a los creyentes de Alá. Son menos madrugadores los cristianos, en los barcos no hay aún señal de vida, y el campamento portugués, salvo los fatigados centinelas que cabecean, continúa inmerso en un inmenso sueño, una letargia entrecortada de ronquidos, de suspiros, de murmullos, que sólo mucho más tarde, salido ya el sol y levantado, liberará los miembros y soltará las voces, el remolón y desgarrador bostezo matinal, el interminable desperezarse que hace restallar los huesos, este día más, este día menos. Se avivan las hogueras, ahora están ya los calderos al fuego, los hombres se aproximan, cada uno con su escudilla, vienen los centinelas rendidos, otros de refresco se distribuyen por el campamento masticando el último bocado, al tiempo que, junto a las tiendas, los nobles comen sus apenas diferentes manjares, si no hablamos de carne, que es la diferencia mayor. Se sirven de grandes platos de madera, juntamente con ellos los eclesiásticos que entre el levantarse y el comer dijeron misa, y todos hacen pronósticos sobre lo que dirán los cruzados, dice uno que no se quedan si no se les prometen más rotundas riquezas, dice otro que tal vez se contenten con la gloria de servir al Señor, aparte de una propina razonable, por las molestias. Miran desde lejos los barcos, hacen augurios sobre los movimientos de los marineros, si maniobran para quedarse o, al contrario, alivian las anclas, son suposiciones inconsecuentes nacidas de la ansiedad, antes que de allí vengan a dar respuesta al rey no se moverán los barcos, e incluso después, dependiendo de la ocasión, acaso tengan que esperar aún el favor de la marea para fijar el fondeadero o largar mar adentro.