El rey está esperando. Se agita impaciente en el asiento colocado ante la tienda, está armado, aunque con la cabeza descubierta, y no dice palabra, mira y espera, nada más. Va mediada la mañana, el sol está alto, el sudor corre a chorros bajo las lorigas. Se nota que el rey está irritado pero que no quiere manifestarlo. Sobre él han armado un toldo que la brisa hace restallar suavemente, al compás con el estandarte real. Un silencio que no es como el de la noche, tal vez aún más inquietante porque del día lo que se espera es movimiento y ruido, un silencio de presagio cubre la ciudad, el río, las colinas de alrededor. Cierto es que cantan las cigarras, pero ése es un canto que viene de otro mundo, es el rechinar de la invisible sierra que está serrando los fundamentos de éste. Sobre las murallas, entre las almenas, los moros miran también, y esperan.
Al fin hay un movimiento de bateles entre las galeras principales fondeadas a la entrada del estero, de cada una de ellas baja gente que entra en las embarcaciones, y ahora vienen para acá, se oye sobre el agua lisa el batir de los remos, el chapoteo de las palas, poco falta para ser de puro lirismo la imagen general, un cielo limpio y azul, dos barquitos avanzando sin prisa, falta aquí el pintor para registrar estos suaves colores de la naturaleza, la oscura ciudad subiendo la colina y el castillo arriba, o, cambiando el punto de vista, el campamento portugués sobre un fondo de accidentada orografía, barrancos y costaneras, dispersos olivares, algunos rastrojos, vestigios de incendios recientes. El rey ya no está allí, se ha recogido en su tienda, porque, siendo real persona, no tiene que esperar a nadie, los cruzados, sí, y se reunirán aquí, aguardando respetuosamente, y luego saldrá Don Afonso Henriques, armado de pies a cabeza, para escuchar el mensaje. Se acercan algunos de los guerreros de calidad que estuvieron en la conferencia con el rey, y vienen con rostro cerrado, impenetrable, nosotros ya sabemos que van a negarse a auxiliar a los portugueses, pero éstos aún están en santa ignorancia, alimentan, como es costumbre decir, una esperanza, no pueden imaginar la justificación que darán como fundamento de resolución tan grave, alguna darán, bajo pena de ser tachados de livianos y faltos de consideración. Vienen Gil de Rolim, Ligel, Lichertes, los hermanos La Corni, Jordán, Alardo, viene también un alemán hasta ahora no mencionado, de nombre Enrique, natural de Bonn, caballero de buena fama y de virtuosa vida, como en su tiempo se probará, y un religioso inglés muy erudito, Gilberto de su gracia, y además, en funciones de portavoz, Guillermo Vitulo, el de la Larga Espada, o de la Larga Flecha, a los portugueses les dio un salto el corazón con el mal presentimiento cuando vieron que éste iba a ser el lengua, pues de sobra sabe cuánta mala voluntad tiene contra el rey, hay casos así, sin motivo que se perciba le tomamos manía a alguien, y no hay quien nos la quite, No me cae bien, no me cae bien, y basta.