Salió Don Afonso Henriques de la tienda, llevando de consejeros a Don Pedro Pitões y a Don João Peculiar, y fue éste, tras consultar con el rey, quien tomó la palabra para dar las bienvenidas a los emisarios, en latín las dio, claro está, que no quedan peores que las otras, y afirmar cuánto placería al rey oír la respuesta que le traían, cuya no dudaba ser la más provechosa en gloria de Dios Nuestro Señor. La fórmula es buena, porque no pudiendo nosotros, obviamente, saber qué es lo que a Dios más conviene, dejamos a su criterio la responsabilidad de elegir, compitiéndonos sólo ser humildes si ella viene a topar contra nuestros intereses y no exagerar las expresiones de contento si, al contrario, vienen a servir maravillosamente a nuestras conveniencias. La eventualidad de que a Dios le sean igualmente indiferentes el sí y el no, el bien y el mal, no puede entrar en cabezas como fueron hechas las nuestras, porque, en fin, Dios siempre ha servir para algo. No es, con todo, hora de navegar por tan torcidos meandros, porque ya Guillermo de la Larga Espada, en postura de cuerpo y movimiento de gestos que descaradamente pugnan con la actitud de reverente subalternidad que debería guardar, está diciendo que, gozando el rey de Portugal de tan eficaces y fáciles ayudas de Nuestro Señor Jesús Cristo, por ejemplo, en el peligroso paseo que se dijo fue la batalla de Ourique, mal le había de parecer al mismo Señor que presumieran los cruzados que estaban allí en tránsito, de sustituirlo en la nueva empresa, por lo que daba como consejo, si recibirlo querían, que fuesen los portugueses solos al combate, pues ya tenían segura la victoria y Dios les agradecería la oportunidad de demostrar Su poder, ésta y tantas veces cuantas para ello fuese solicitado. Habiéndose explicado en su lengua natal Guillermo Vitulo, lo oyeron los portugueses, mientras duró la arenga, poniendo cara de entendidos, como es costumbre en estos casos,