Sonó el teléfono. Tiene un timbre antiguo, de los que atruenan toda la casa, y la concentración de Raimundo Silva era tan fuerte que, con el sobresalto inesperado, la mano hizo un movimiento brusco y un trazo en el papel, como si el mundo, acelerándose, se hubiera deslizado de súbito bajo la pluma. Atendió, preguntó, Dígame, y reconoció de inmediato la voz de la telefonista de la editorial, Le pongo con la doctora María Sara, dijo. Mientras esperaba, miró el reloj, faltaban diez minutos para las seis, Qué rápido ha pasado el tiempo, y era verdad que el tiempo había pasado rápido, pero pensarlo no tenía otra utilidad que servirle de precaria protección, como de cortina de delgado humo que la brisa extiende y barre, mientras Raimundo Silva se demorase pensando, Qué rápido ha pasado el tiempo, el otro tiempo, aquel hacia el que de repente se había visto lanzado, le daría la ilusión de dejarse retardar, pausa sustentada sobre una vibración, la mano derecha parece temblarle levemente, posada sobre el papel. Entonces la telefonista dijo, incorregible, La doctora María Sara está al aparato, Raimundo Silva cerró el puño, el tiempo se enturbió, confuso, después se explayó, fluyó en su corriente natural, Buenas tardes, señor Silva, Buenas tardes, Cómo le va, Bien, y usted, cómo está, Muy bien, gracias, sigo organizando el trabajo aquí, y precisamente quería saber cómo van las pruebas de ese libro de poesía, Ahora mismo he acabado la revisión, me pasé todo el día trabajándolo, mañana se lo llevo a la editorial, Ah, estuvo todo el día ocupado en el libro, No exactamente todo el día, dediqué unas horas a la lectura de la novela que el señor Costa me pasó, Pues ha aprovechado bien su tiempo, No tengo otra cosa en que aprovecharlo, La frase es interesante, Lo será, pero la dije sin intención, me ha salido sin pensar, Por lo visto se le da bien eso, Eso qué, Decir sin pensar, hacer sin pensar, Siempre me he tenido por un hombre reflexivo, creo que lo soy, un hombre reflexivo, Aun así, sujeto a impulsos, Señora, por favor, si voy a tener que estar oyendo constantes alusiones a lo que pasó, mejor será que me busque trabajo en otra editorial, No quise molestarlo, perdone, de mi boca no saldrá jamás otra palabra sobre el caso, Se lo agradezco, Bueno, entonces tráigame mañana esas pruebas, y en cuanto a la novela, visto que puede trabajar todo el día en ella, espero que me la pueda entregar también rápidamente, No tardaré, no se preocupe, No me preocupo, señor Silva, sé que puedo contar con su colaboración, Nunca he decepcionado a quien ha tenido confianza en mí, Entonces, no me decepcione a mí, Así lo haré, Hasta mañana, señor Silva, Hasta mañana, doctora María Sara. La mano que sostenía el teléfono planeó en el aire, descendió lentamente, y tras haber posado el auricular se quedó allí, como si de él no quisiera separarse o como si estuviera aún a la espera de una palabra que no pudiera ser dicha. Mejor hubiera sido que Raimundo Silva se preocupara de las otras, las pronunciadas, por ejemplo, cualquiera se daría cuenta de que la doctora María Sara no se creyó la declaración de que estuvo todo el día trabajando en el libro de poesía, ni siquiera cuando añadió el perfeccionamiento plausible de unas supuestas dos horas dedicadas a la lectura de la novela, pero ella no podía, positivamente no podía, saber cómo ocupó él su tiempo durante aquel día, lo que hizo fue ponerse a adivinarlo, en fin, cosas de mujeres, todas se tienen por sibilas y pitonisas prodigiosas y acaban engañándose como el más común de los hombrecillos a quien generalmente consideran con irónica y tolerante benevolencia. Pero lo que sobremanera perturbaba a Raimundo Silva era que ella hubiera dicho, y gravemente lo dijo, aunque sin acentuar demasiado el tono, No me decepcione, sin duda no estaba refiriéndose a la más que demostrada competencia profesional de quien, en una vida de trabajo, perdónese la repetición, pero es lo que siempre se olvida, la vida de trabajo, de quien no cometió más que un error, y ese mismo revelado, reconocido y felizmente disculpado. Ahora bien, excluidos, obviamente, aquellos motivos de naturaleza más íntima que las relaciones entre ambos, tal como están, liminarmente rechazan, lo que queda es la probabilidad, alta, de una alusión indirecta a la famosa sugerencia de que escribiera él la Nueva Historia del Cerco de Lisboa, a la que, de súbito y doblemente, se descubría obligado, no sólo por el hecho de haberla empezado ya, sino también porque, con seriedad al menos igual, había respondido No la decepcionaré, y en aquel momento todavía no sabía lo que estaba diciendo.