A Raimundo Silva, que le importa sobre todo defender, lo mejor que sepa, la heterodoxa tesis de que los cruzados se negaron a ayudar en la conquista de Lisboa, tanto le da un personaje como otro, aunque, claro está, siendo persona de impulsos, no puede evitar aquellos movimientos de simpatía o repulsa instantáneos, por así decir periféricos al núcleo de las cuestiones, que no pocas veces acaban haciendo depender de acríticas preferencias o antipatías personales lo que debería decidirse conforme a los datos de la razón y, en este caso, de la historia. Del joven Mogueime le atrajo la desenvoltura, si no el brillo con que relató el episodio del asalto a Santarem, pero, más que las bondades literarias, aquel su humanitario impulso, demostrativo de un alma bien formada, o naturalmente relapsa a las influencias negativas del medio, que le llevó a apiadarse de las infelices moras, y no porque no le agraden las hijas de Eva, aunque degeneradas, si estuviera él en el valle en vez de andar a cuchilladas con sus maridos, refocilaría la carne tanto y tan regaladamente como hicieran los otros, sin embargo, lo de cortarles el cuello que un minuto antes había besado y mordido de placer, eso no. Acepta Raimundo Silva a Mogueime como personaje, pero considera que algunos puntos han de ser previamente esclarecidos para que no queden malentendidos que puedan perjudicar, más tarde, cuando ya los lazos del afecto inevitable que unen al autor a sus mundos se hayan hecho inquebrantables, perjudicar, decíamos, la plena asunción de causas y efectos que han de apretar ese nudo con la doble fuerza de la necesidad y de la fatalidad. Es preciso, efectivamente, saber quién miente aquí y quién dice la verdad, y no estamos pensando en la cuestión de los nombres, si es Mogueime o Moqueime, como tampoco falta quien le llame, o Moigema, como está dicho, cierto es que los nombres son importantes, pero sólo llegan a serlo después de conocerlos, antes de eso una persona no es sino una persona, y basta, la miramos, está allí, podemos reconocerla en otro lugar, la conozco, decimos, y basta. Y si, en fin, acabamos sabiendo cómo se llama, lo más seguro es que del nombre conjunto nos limitemos a escoger o recibir, como más precisa identificación, sólo una parte de él, lo que prueba que, siendo el nombre importante, no todo él tiene la misma importancia, que Einstein se llamara Alberto nos es relativamente indiferente, como tampoco nos pesa no saber qué otros nombres tenía Homero. Lo que sí querría Raimundo Silva averiguar es si las aguas de las fuentes de Atamarma eran realmente dulces, como afirmó Mogueime, anunciando la lección futura de la Crónica dos Cinco Reis de Portugal, o si, por el contrario, eran amargas, como expresamente declara el otras veces citado Fray António Brandão en su estimada Crónica de Don Afonso Henriques, el cual llega al extremo de decir que por ser aguas amargosas es por lo que a la fuente la llamaban de la Atamarma, lo que puesto en vernáculo inteligible equivale a decir, rigurosamente, Fuente de las Aguas Amargas. Aunque no sea una cuestión especialmente importante, se dio Raimundo Silva el trabajo de reflexionar lo suficiente para concluir que, lógicamente, aunque sepamos que no siempre la realidad sigue el recto camino de la lógica, no tendría sentido, siendo las aguas de la tierra en general dulces, pretender distinguir una fuente por aquello que pertenece al común de ellas, motivo por el que tampoco se llamaría fuente del culantrillo a una que estuviera rodeada de helechos, pensó entonces, hasta posterior verificación de otras fuentes, históricas y documentales, que serían amargas las aguas de la Atamarma, y, continuando sus pensamientos, que un día deberá ir a saberlo de manera práctica, es decir bebiéndolas, con lo que llegará, experimental y probablemente, a la conclusión, al fin definitiva, de que son salobres, satisfaciendo así a la gente toda, una vez que salobre se puede decir que está a medio camino entre lo dulce y lo amargo.