A primera vista, no parecerá que estas digresiones moralizantes tengan una relación suficiente con la resistencia que Raimundo Silva ha mostrado en aceptar a Mogueime como personaje, pero pronto se comprenderá la utilidad de ellas cuando recordemos que Raimundo Silva, suponiendo que esté libre de faltas mayores, tiene culpas habituales en otra, sin duda no menor, pero mundanalmente tolerada por mérito de su propia divulgación y accesibilidad, y que es el fingimiento. De sobras sabe él que no hay mayor diferencia entre mentir sobre quién subió sobre los hombros de quién, si yo a los de Mem Ramires o si Mem Ramires a los míos, y, sólo por dar un ejemplo, el acto banal de teñirse el pelo, todo es, al fin y al cabo, cuestión de vanidad, deseo de bien parecer, tanto en lo físico cuanto en lo moral, pudiendo incluso ya desde ahora, imaginarse un tiempo en que el comportamiento humano será todo él artificioso, postergándose, sin más contemplaciones, la sinceridad, la espontaneidad, la simplicidad, esas bonísimas y luminosas cualidades de carácter que tanto trabajo costaron definir e intentar practicar en las épocas ya distantes en que, aunque conscientes de haber inventado la mentira, todavía nos creíamos capaces de vivir la verdad.
Mediada la tarde, en una pausa, entre las dificultades del cerco y las futilidades de la novela, esa que la editorial espera, Raimundo Silva salió a la calle, a despejarse un poco. No pensaba más que en eso, en dar una vuelta, en distraerse, en ordenar ideas. Pero habiendo pasado ante la puerta de una florista, entró y compró una rosa. Blanca. Y ahora vuelve a casa, un poco avergonzado por llevar una flor en la mano.
Sin aviso ni advertencia, de saña, atacaron los aviones japoneses a la escuadra norteamericana que estaba remozando obras vivas en Pearl Harbour, y fue allí el destrozo que se sabe, regular en cuanto a pérdidas de gente, si comparamos con Hiroshima y Nagasaki, pero de consecuencias catastróficas en lo que toca a bienes materiales, acorazados, portaaviones, destructores y el resto, un perjuicio capaz de arrasar las finanzas, en total trece barcos enviados al fondo sin que alguna vez hubieran llegado a disparar un tiro en serio, quitando los de las maniobras. Fue una causa remota del naval desastre el haberse perdido, en una hora cualquiera de aquella noche de los tiempos que guarda los secretos, haberse perdido, decíamos, la costumbre caballeresca de mandar publicar las guerras con un aviso previo de tres días, para que al enemigo no le faltase tiempo de prepararse, o, prefiriéndolo, de ponerse a salvo, otrosí para que no cayese, sobre quien decidiera romper la tregua, la mancha infamante de desleal al honor militar. Tiempos aquellos que jamás volverán. Porque una cosa es atacar en silencio de la noche, sin tambores ni trompetas, pero habiendo antes mandado recado, otra sería, sin aviso ni advertencia, entrar con pisadas de gato y armas prestas hasta unos portones descuidadamente abiertos y meterse adentro a matar. Ya sabemos que nadie puede huir de su destino, y está muy claro que las mujeres y los niños de Santarem estaban marcados para morir aquella noche, ése era un punto en el que habían llegado a un acuerdo el Alá de los moros y el Dios de los cristianos, pero al menos no podrían quejarse los infelices de que no habían sido avisados, si se quedaron allí fue por su libre voluntad, que a la villa de Santarem mandó nuestro buen rey a Martim Moab y dos compañeros más para que publicasen la guerra a los moros de allí a tres días, por tanto no incurría Don Afonso Henriques en culpas mentales y reales cuando dijo, antes de la batalla, No perdonéis sexo ni edad, muera el niño en los brazos de su madre, y el viejo cargado de días, la doncella moza, la vieja decrépita, porque pensó, según el uso de la cautela prescrita en el código, que sólo lo estarían esperando a pie firme los guerreros moros, todos hombres y en el vigor de la edad.