Terrazas, almenas y caminos de ronda del alcázar están abarrotados de oscuros y barbados moros que hacen gestos de amenaza, aunque callados, ahorrando palabras, que tal vez los cristianos acaben por retirarse, como hicieron hace cinco años, y siendo así serían ofensas perdidas. Se abrieron de par en par las dos hojas de la puerta, reforzadas con clavos y trancas de hierro, y salieron por ellas unos cuantos moros a marcha lenta, uno de ellos, pasado de edad, podría ser el gobernador, título este que da para todo y en el caso usado a falta de certeza en cuanto al propio, exacto y preciso, al fin no mencionado por ser tan dudoso acertar entre los dos o tres posibles, aparte de que no se puede excluir la posibilidad que desde dentro hayan mandado a negociar, por ejemplo, a un alfaquí, a un cadí, a un emir, o incluso a un muftí, aunque la mayoría son funcionarios y hombres de guerra, en número rigurosamente igual al de los portugueses que están fuera, por eso habrán tardado tanto los moros en salir, primero fue preciso organizar el destacamento. En general, se imagina uno que las autoridades civiles, militares y religiosas de los antiguos tiempos estaban, todas ellas, dotadas de órganos vocales estentóreos, capaces de hacerse oír a grandes distancias, tanto así que en los relatos históricos cuando algún jefe tiene que arengar a las tropas o a otras multitudes, a nadie le extraña que sea oído sin dificultad por centenares y millares de oyentes rumorosos, muchas veces desasosegados, cuando bien sabemos el trabajo que hoy da instalar y afinar la electrónica para que lleguen al público de las últimas filas sin desfallecimientos acústicos, sin distorsiones y borrones de sonido que, evidentemente, afectarían los sentidos y alterarían los significados. Así pues, yendo contra la costumbre y convención, y con una infinita pena por tener que desmentir aplaudidísimas tradiciones de espectáculo y de históricas escenografías, somos obligados, por amor a la simple verdad, a declarar que los emisarios de un lado y del otro se encontraron a pocos pasos de distancia, y a ese fácil alcance hablaron, como única manera de hacerse oír, quedando los circunstantes, tanto los moros del castillo como los portugueses de la compaña, a la espera del desenlace del coloquio diplomático, o de lo que, durante él, vinieran los albriciareros a comunicar aprisa, unos fragmentos de frases, unos arrebatos retóricos, unas súbitas angustias, unas dudosas esperanzas. Así definitivamente quedaremos sabiendo que no resonaron sobre los valles los ecos del debate ni de monte en monte saltaron, los cielos no se conmovieron, no tembló la tierra, el río no se volvió atrás, y es que realmente a tanto no han podido llegar hasta hoy las palabras de los hombres, incluso siendo de guerra y amenaza como éstas, al contrario de lo que imaginábamos por ingenua confianza en las exageraciones de los épicos.