Divagando por estas posiblemente arriesgadas consideraciones, llegamos a perder el comienzo de la respuesta del gobernador moro, y lástima es, porque él, según lo que el albriciero fue capaz de sentir y resumir, habría empezado por lanzar algunas dudas sobre el derecho e incluso sobre la simple pertinencia geográfica de la alusión al reino de Lusitania. Fue una pena, repetimos, porque la controvertida cuestión de los límites y, más que ella, la de ser al fin nosotros todos descendientes y herederos históricos de los famosos lusitanos, habría recibido, tal vez, de la argumentación de gente tan ilustrada como eran, en aquel tiempo, los letrados moros, alguna claridad, aunque la acabasen rechazando, por desfavorable, el orgullo y la patriótica presunción de quien no puede reconocerse vivo sin llevar en la sangre, al menos, dos o tres gotas de la de Viriato. Y es incluso probable que, habiéndose concluido que de Lusitania tenemos aún menos que eso, y en consecuencia menos propenso debiéndose hallar André de Resende a extraer de Luso lusíada, es casi cierto, diremos, que Camões no encontrase mejor solución que llamar a su libro, banalmente, Los Portugueses. Que somos nosotros, por lo poco que nos aprovecha, y ahora sí, antes de que el resto del discurso se pierda también, démos oídos y atención al gobernador de los moros, notando ya cómo sale tranquila su voz, en el tono de quien sosegadamente discurre sobre algunos datos de evidencia y de ella no piensa apartarse, Cómo queréis, preguntaba él, que creamos en eso que dijisteis de que sólo deseáis que os entreguemos la fortaleza de nuestro castillo, quedando nosotros en libertad, y que no queréis expulsarnos de nuestras casas, si os desmiente el ejemplo de lo que habéis hecho en Santarem, donde por muerte atrocísima hasta a los viejos robasteis la poca vida que les quedaba, y a las indefensas mujeres degollasteis como a corderos inocentes, y a los niños descuartizasteis sin que os derritiera el corazón su débil clamor, no me digáis ahora que se han apagado de vuestra memoria los tristes sucesos, que si es verdad que no podemos traeros aquí a los muertos de Santarem, podemos, eso sí, llamar a todos cuantos, heridos, llagados y mutilados, tuvieron aún fuerzas para recogerse en nuestra ciudad, esos mismos a quienes queréis exterminar de una vez, y a nosotros con ellos, pues no os ha bastado el primer crimen, desengañaos pues, que nunca fue nuestra intención entregaros Lisboa pacíficamente o someterla a vuestro dominio, dejándonos quedar en ella, concordad que sería grande nuestra ingenuidad si cambiásemos lo cierto por lo incierto, lo seguro por lo dudoso, fiados sólo de esa palabra que tan poco vale, la vuestra. Hizo el obispo de aporto un gesto violento, como si fuese a interrumpir al moro, pero el arzobispo le cortó el arrebato, Estad quedo y oigamos lo que falta, vos tendréis la última palabra. El moro continuaba, Esta ciudad fue otrora de los vuestros, sin embargo ahora es nuestra, y en el futuro tal vez vuestra vuelva a ser, pero eso pertenece a Dios que nos la dio cuando quiso y nos la quitará cuando le apetezca, porque ninguna muralla es inexpugnable contra las deliberaciones de su voluntad, así lo hemos creído nosotros siempre, porque sólo queremos lo que fuera del agrado de Dios, que tantas veces salvó de vuestras manos nuestra sangre, y a quien, por tanto, y con razón, bien como a sus designios irrevocables, no dejamos de admirar, no sólo porque en su poder están todos los males, sino también porque, por su suprema razón, nos sujeta a desgracias, dolores e injurias, en fin, marchad de aquí, pues sólo a hierro se abrirán las puertas de Lisboa, y en cuanto a esas desgracias inevitables que nos prometéis, si tuvieren que acontecer, dependerán del futuro, y atormentarnos con lo que está por venir es sólo locura y atracción voluntaria de miserias. El moro hizo una pausa como para buscar otras razones, pero debió de parecerle inútil, se encogió de hombros, y concluyó, No os demoréis más tiempo, haced vos lo que podáis, y nos lo que fuere la voluntad de Dios.