En los primeros días después de tirar los tintes con los que durante años había escondido los estragos del tiempo, Raimundo Silva, como un sembrador ingenuo a la espera de ver romper el primer tallo, observaba con atención obsesiva, de la mañana a la noche, la raíz de los cabellos, saboreando mórbidamente la expectativa del choque que ciertamente le iba a causar el surgimiento de su verdad capilar desnuda de artificio. Pero porque el cabello, a partir de cierta edad, es vagoroso en el crecer, o porque el último tinte hubiera alcanzado, o teñido, las propias capas subcutáneas, dígase de paso que todo esto no es más que suposición obligada por una necesidad de explicar lo que en definitiva poca importancia tiene, Raimundo Silva acabó por ir dando cada vez menos importancia al caso, y últimamente metía el peine al pelo tan libre de cuidados como si estuviera en su primera juventud, debiendo observarse no obstante que había en esta actitud cierta parte de mala fe, una especie de falsificación de sí consigo mismo, más o menos traducible en una frase que no fue dicha ni pensada, No veo porque soy capaz de fingir que no veo, lo que llegó a convertirse en una convicción aparente, aunque no formulada, si es posible, e irracional, de que el último tinte había sido definitivo, algo así como un premio concedido por el destino en pago de su valeroso gesto de renuncia a las futilidades del mundo. Hoy, sin embargo, que tiene que ir a la editorial a llevar la novela al fin leída y lista para la imprenta, Raimundo Silva, entrando en el cuarto de baño, acercó lentamente el rostro al espejo, con dedos cautelosos empujó hacia arriba el flequillo, y no quiso creer lo que veían sus ojos, allí estaban las raíces blancas, tan blancas que el contraste del color parecía volverlas fortísimas, y tenían un aire súbito, si tal se puede decir, como si hubieran brotado de la noche al día, mientras el sembrador, de puro cansancio, se había quedado dormido. En ese momento se arrepintió Raimundo Silva de la decisión que había tomado, es decir, no llegó exactamente a arrepentirse, pero pensó que podía haberla aplazado algún tiempo, eligió estúpidamente la ocasión menos oportuna, y la contrariedad que sintió fue tal que imaginó que podría tener por ahí algún frasco olvidado con un resto de tinte en el fondo, al menos hoy, mañana volveré a mis firmes resoluciones. Aun así, no buscó, en parte por saber que lo había tirado todo, en parte porque, suponiendo que encontrara algo, temía tener que decidir de nuevo, pues había la posibilidad de que acabara tomando la decisión contraria permaneciendo en este juego de ida y vuelta de una voluntad incapaz de ser suficientemente fuerte pero que se niega a ceder de una vez para siempre a la flaqueza que reconoce en sí mismo.