Читаем Historia del cerco de Lisboa полностью

La puerta del despacho de la doctora María Sara está cerrada. Raimundo Silva la abre, mira adentro y siente una opresión en el diafragma, no por el hecho en sí mismo de la ausencia, sino por una impresión desoladora de vacío, de último abandono, sugerida tal vez por la ordenación rigurosa de los objetos, que, pensó él algún día, sólo es soportable cuando la perturba una presencia humana. Sobre la mesa se inclinaba, desmayada, una rosa blanca, dos pétalos se habían desprendido ya, Raimundo Silva cerró la puerta, no podía continuar allí, sujeto a que apareciese alguien, pero esta idea del despacho vacío, donde la única vida, la de la rosa, se marchitaba lentamente, traspasándose hacia la muerte por un largo desvanecimiento de las células, lo llenó de malos presentimientos, de negros agüeros, todo muy fuera de lugar, pensará poco después, Qué tengo que ver yo con esta señora, pero ni este fingido desprendimiento lo tranquilizará. Costa lo atendió cordialmente, Sí, la doctora María Sara está enferma, déme eso a mí, palabras inútiles todas ellas, que María Sara estaba enferma ya lo sabía Raimundo Silva, que Costa tomaría el original era algo más que previsible, y, en cuanto al resto, qué más daba, poco le importaba el destino próximo o remoto de la novela, lo que él quería era obtener informaciones, que nadie le daría, claro está, si por ellas no preguntaba, un empleado que ha enfermado no justifica la publicación por la casa de boletines médicos de hora en hora. Arriesgándose, pues, a ver la extrañeza de Costa ante su interés, Raimundo Silva se atrevió a preguntar, Es grave, Grave, qué, preguntó a su vez el otro, que no había entendido el alcance de la pregunta, La enfermedad de la doctora María Sara, ahora la angustia de Raimundo Silva es pensar que tal vez esté ruborizándose en este momento, Ah, creo que no, y llevando el asunto al campo de sus preocupaciones profesionales, Costa añadió, introduciendo una nota de levísima ironía dirigida tanto a la doctora ausente como al corrector presente, No se preocupe, que aunque sea larga la enfermedad, el trabajo de la editorial no va a interrumpirse. En este momento, Costa desvió ligeramente la mirada, una luz de malicia sonriente asomó a su rostro. Raimundo Silva frunció bruscamente el ceño y se quedó a la espera de un comentario, pero Costa ya había vuelto a la novela, la hojeaba como si estuviera buscando algo que no sabría definir, aunque la actitud, se notaba, no era del todo consciente, y entonces fue el corrector quien sonrió recordando aquel día en que Costa había hojeado otro libro, las pruebas erradas de la Historia del Cerco de Lisboa, de cuya falsificación, al fin frustrada, serían consecuencia todas estas grandes mudanzas, estos alborozados cambios, un cerco nuevo, un encuentro que nadie habría podido prever, unos sentimientos que empezaban a moverse, lentamente, como las olas pesadas de un mar de mercurio. De pronto, Costa vio que estaba siendo observado, creyó comprender por qué, y como quien ejecuta una venganza tardía, preguntó, También ha metido esta vez aquí algún no, y Raimundo Silva respondió con tranquila ironía, Puede estar tranquilo, esta vez metí un sí. Costa dejó de golpe el mazo de las pruebas y dijo secamente, Si no tiene más que tratar conmigo, dejó en suspenso la frase, con reticencias invisibles, pero Raimundo Silva, gracias a su larga experiencia de corrector, no precisaría de ellas para saber que debía retirarse.

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