Sin el auxilio de los cruzados, que van ya mar adentro, Raimundo Silva se ve privado del peso militar de esos doce mil hombres en que habíamos depositado tantas de nuestras esperanzas, y le quedan apenas, aproximadamente, no más que otros tantos portugueses, en número insuficiente para cercar todo en un frente continuo, y que, siempre estando a la vista de los moros, no podrán desplazarse en conjunto para, por ejemplo, dar asalto a cualquiera de las puertas, sin que de tal movimiento se den cuenta de inmediato los de dentro, que más tiempo tendrán de guarnecer poderosamente los blancos del ataque que los de fuera para ir de un lado a otro por montes, valles y no poca agua. Se hace por tanto necesario reconsiderar toda la estrategia, y para examinar in loco el teatro de operaciones, vuelve Raimundo Silva a subir al castillo, desde cuyas levantadas torres pueden los ojos abarcar la extensión, como un tablero de ajedrez donde pelearán, objetivamente hablando, los peones y los caballeros, bajo la mirada del rey y de los obispos, acaso con ayuda de otras construidas torres, si vale la sugerencia de uno de estos extranjeros que con nosotros se ha quedado, Las armamos a la altura de las murallas, y luego las llevamos empujando hasta unirlas, después, sólo falta saltar dentro y matar a los infieles, Dicho así parece fácil, respondió el rey, pero hay que ver si tenemos carpinteros bastantes, De eso no hay duda, respondió el otro, aquel Enrique de nombre y gran piedad, vivimos por suerte en un tiempo en que cualquier hombre puede hacerlo todo, sembrar el cereal, segarlo, moler el grano, hornearlo y al fin comer el pan, si no muere antes, o, como en este caso, construir una torre de madera y subir a ella espada en mano para matar moros o ser muerto.