Читаем Historia del cerco de Lisboa полностью

Contra sus hábitos de hombre ahorrativo, volvió a casa en taxi, y el caso realmente no era para menos, porque le tardaba el momento de poder sentarse a su mesa, descolgar el teléfono y marcar el número de María Sara, decir, Me he enterado de que está enferma, espero que no sea nada de cuidado, la novela se la he entregado a Costa, que se mejore, tiene razón, y es que para enfermar hay que tener salud, la frase es estúpida, qué le vamos a hacer, al menos la mitad de las cosas que decimos son poco inteligentes, no, Costa no me ha dado otro trabajo, es igual, no tiene importancia, aprovecho para descansar, sí, descansar, ordeno papeles, hago balance de mi vida, es una manera de hablar, evidentemente, lo que hago es pensar que estoy pensando en la vida y no estoy pensando en nada, pero no la he llamado para aburrirla con mis problemas y dificultades, de vivir, claro, que se mejore, espero verla pronto por la editorial, adiós. Pero la señora María, pese a no ser su día ha venido a trabajar, explica que mañana tiene que llevar a un sobrino al médico, que ése, sí, sería el día de estar aquí, y entonces pensó que lo mejor era trabajar hoy, Raimundo Silva no sabía que la asistenta tuviese un sobrino, Mi hermana no puede faltar al trabajo, Está bien, no tiene importancia, y se encerró en el despacho para telefonear. Pero la decisión acabó allí. En definitiva, e incluso con la puerta cerrada, no se sentía cómodo incluso para una conversación tan sencilla, informarse del estado de salud de un superior jerárquico, Cómo va, doctora, sería tal vez diferente, y sin duda más fácil, si en vez de doctora fuese doctor, aunque, Raimundo Silva tendría que confesarlo si en juicio se lo exigieran, de las veces que en tantos años estuvieron los varios directores enfermos, al corrector nunca se le ocurrió telefonearles a casa para saber noticias de su preciosa salud. Concluyendo, resumiendo, lo que Raimundo Silva parecía no querer, por alguna oscura razón, o por el contrario muy clara si tenemos en cuenta la personalidad que de este hombre se viene definiendo, retraída, perpleja, es que la señora María se diera cuenta de que su patrón estaba telefoneando a una mujer. El resultado del absurdo conflicto acabará siendo que él pida que le sirvan el almuerzo en la mesa de la cocina y que salga para liberarse de aquellas dos obsesivas presencias, la del teléfono y la de la señora María, obviamente inocentes y desconocedoras de la guerra en que los metieron. Está Raimundo Silva comiendo su acostumbrado potaje de habichuelas y hortalizas, mientras un guiso de patatas con carne espera en el cazo, cuando se oye dentro la voz de la señora María que pregunta, Puedo tirar esta rosa, que está ya mustia, y con un tono casi de pánico responde él, No, no, déjela, ya lo haré yo, no se llegó a oír el comentario con que terminó el diálogo la asistenta, pero algo dijo, palabras que si no fueron de despecho lo imitaban perfectamente, sin olvidar, una vez más, que es imposible engañar realmente a una mujer, aunque asistenta, si en casa de hombre donde nunca antes se había visto una flor en jarro aparece una rosa, y además blanca, es posible que la señora María dijese, Hay moros en la costa, expresión histórica y popular de una sustancial desconfianza originada en los tiempos en que los moros, ya entonces barridos de tierra portuguesa, venían a asolar nuestras costas y villas marineras, y hoy reducida a mera reminiscencia retórica, aunque de alguna utilidad, como acaba de verse.

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