Dijo el rey, Oídas vuestras doctas opiniones, y habiendo ponderado los inconvenientes y las ventajas de los varios planes propuestos, es mi real voluntad que todo el ejército se mueva de este lugar para ir a sitiar la ciudad desde más cerca, pues desde aquí no alcanzaríamos la victoria ni hasta el fin del mundo, y procederemos como ahora os diré, a las fustas irán mil hombres afectos a la navegación, que para más no tendríamos embarcaciones bastantes, ni contando con los barcos que los moros no pudieron llevarse dentro de los muros o destruir, y que nosotros capturamos, y esos hombres tendrán por misión cortar todas las comunicaciones por mar, que nadie pueda entrar o salir por ahí, y el grueso restante de las tropas irá a concentrarse en el Monte da Graça, donde finalmente nos dividiremos, dos quintos para el lado de poniente, y el sobrante quedará allí para guardar la puerta del norte. Pidió entonces Mem Ramires la palabra para notar que siendo mucho más ardua y peligrosa la tarea de los soldados que irían a atacar las puertas de Alfofa y del Ferro, por quedar, digámoslo así, atrapados entre la ciudad y el estuario, prudente sería reforzarlos, al menos durante el tiempo que tardasen en consolidar posiciones, pues gran desastre sería si los moros, haciendo una rápida surtida y encontrando flaca resistencia, empujasen a los portugueses hasta el agua, donde no tendríamos más que elegir entre morir ahogados o trucidados, puestos, y es un decir, entre el alfanje y el caldero. Le pareció bien al rey el consejo, y allí mismo nombró a Mem Ramires capitán del frente occidental, dejando para más tarde la designación de los otros mandos, En cuanto a mí, siendo por naturaleza y real deber de todos vosotros comandante, tomaré también bajo mis directas órdenes un cuerpo de ejército, precisamente el que va a quedarse en el Monte da Graça, donde se instalará el cuartel general. Fue la vez de intervenir el arzobispo Don João Peculiar para decir que a Dios no le parecería bien que los muertos de esta batalla por la conquista de la ciudad de Lisboa acabaran sepultados de cualquier manera por estos montes y valles, y que, al contrario, deberían recibir sepultura cristiana en camposanto, y que, una vez que desde que allí llegaran algunos ya habían muerto, por enfermedad o en peleas, y por ahí andaban enterrados, fuera del real, se consagrara un cementerio en este mismo lugar, ya que de hecho principiado estaba. Usó entonces de la palabra el inglés Gilberto, en nombre de los extranjeros, argumentando que sería indecente, por confuso, que en dicho cementerio se mezclasen portugueses y cruzados, pues éstos, si quisiera Dios que en estos parajes dejasen la vida, deberían a todo título ser considerados mártires, tal como prometidos mártires eran ya aquellos otros que, navegando ahora en el mar, a Tierra Santa fueron a morir, por lo que en su opinión se habrían de consagrar no uno sino dos cementerios, quedando cada cual muerto con su igual difunto. Agradó al rey la propuesta, aunque se notaron algunos murmullos de despecho entre los portugueses, que hasta muriendo se veían privados de las glorias del martirio, y al minuto siguiente, saliendo ya todos fuera, se marcaron los límites provisionales de los dos cementerios, dejándose la consagración de ellos para cuando el terreno quedara libre de estos vivos pecadores, ya dadas las órdenes para, en el momento propio, desenterrar y volver a enterrar a aquellos desgarrados muertos primeros, por una casualidad todos portugueses. El rey, cumplidos ya los trabajos de agrimensura, cerró la sesión, de la que, para constancia, se labró el acta competente, y Raimundo Silva regresó a casa, pasada la media tarde.