El papel con el número de teléfono sigue allí, sobre la mesa, nada más fácil que marcar los seis números, y del otro lado, a kilómetros de distancia, se oirá una voz, tan sencillo, no nos importa ahora si de María Sara si del marido, lo que debemos es señalar las diferencias entre aquel tiempo y este tiempo, para hablar, como para matar, es preciso acercarse, así lo hicieron Mogueime y Ouroana, ella vino de Galicia traída a la fuerza para este cerco, manceba de un cruzado que ya murió y después lavandera de hidalgos para merecer lo que come, y él, habiendo conquistado Santarem, vino a la procura de una gloria mayor frente a los muros formidables de Lisboa. Raimundo Silva marca cinco cifras, no le falta más que una, pero no se decide, finge saborear la anticipación de un gusto, el estremecimiento de un temor, se dice a sí mismo que si quisiera completaría la serie, sólo un gesto, pero no quiere, murmura No puedo y posa el auricular como quien de repente dejara una carga que iba a aplastarlo. Se levanta, piensa Tengo sed, y va a la cocina. Llena un vaso en el grifo, bebe lentamente, disfruta del frescor del agua, es un placer sencillo, tal vez el más sencillo de todos, un vaso de agua cuando se tiene sed, y mientras bebe imagina el arroyo corriendo hacia el estuario, y las mulas rozando con el morro la flor de la corriente, hace setecientos cuarenta años, los pajes las estimulan con un silbido, verdad es que no hay muchas cosas realmente nuevas bajo la rosa del sol, ni siquiera el rey Salomón fue capaz de imaginar cuánta razón tenía. Raimundo Silva posó el vaso, se volvió, sobre la mesa de la cocina había un papel, la acostumbrada e innecesaria explicación de la asistenta, Me voy, lo dejo todo, ordenado, pero esta vez no es así, ni una palabra sobre sus obligaciones, es otro el recado, Le ha llamado una señora, dice que la llame al número, y Raimundo Silva no precisa correr al despacho para saber que el número es el mismo que está en el papel arrugado, aquel que tanto le costó encontrar. O no perder.