El motivo por el que Raimundo Silva consiguió no telefonear a María Sara tuvo tanto de sencillo como de tortuoso, lo que resulta una manera de decir que poco deberá a la exactitud, pues estos adjetivos se aplicarían con otro rigor al raciocinio con el que fue obligado dicho motivo a conformarse. Al igual que en las novelas policíacas clásicas, lo esencial de la cuestión residía en el factor tiempo, es decir la circunstancia de que la llamada de María Sara fuera hecha durante la ausencia de Raimundo Silva, a una hora no conocida, que tanto podría ser la del inmediato minuto después de haber salido de casa como la del minuto inmediatamente anterior a aquel en el que la asistenta se marchó, hora que igualmente se desconoce, por no mencionar sino esos minutos extremos. En el primer caso, habrían pasado más de cuatro horas hasta que Raimundo Silva se enteró del recado, en el segundo caso, juzgando por la costumbre, unas tres. Bien ponderado todo, significa que María Sara, si quedó a la espera de una llamada en respuesta a la suya, tuvo tiempo para pensar que tal vez Raimundo Silva regresase a casa muy tarde, a horas en que no sería de buen gusto telefonear a casa de nadie, y más si se trata de una persona enferma. Aunque, expresión restrictiva pero no irónica, no sería la enfermedad tan grave si pudo, con su propia mano y voz, llamar a esta casa vecina del castillo, donde Raimundo Silva busca y no encuenra respuesta a la pregunta inevitable, Para qué me querrá. El resto de la tarde y la noche antes de acostarse los pasó desarrollando innumerables variaciones sobre este tema, yendo de lo simple a lo complejo, de lo general a lo particular, desde una petición cualquiera de información, que sería absurda vistas las circunstancias, al absurdo aún mayor de que ella quisiera declararle su amor, asimismo, por teléfono, como quien no puede resistir más la deliciosa tentación. La irritación consigo mismo, por haberse dejado llevar por un pensamiento loco hasta esta hipótesis, alcanzó un extremo tal que, en un gesto de malhumor, se fue a la rosa blanca, que realmente se marchitaba en el solitario, y la tiró a la basura, golpeando luego con fuerza la tapa del recipiente, a manera de sentencia final, Soy un idiota, dijo en voz alta, pero no se explicó si lo era por haber dejado que los pensamientos fueran tan lejos o por haber maltratado así a una flor inocente que había durado lozana algunos días y merecía que la dejaran extinguirse, marchitándose, en una suavísima delicuescencia, con un resto de perfume y una última y escondida blancura en su íntimo corazón. Sin embargo debe añadirse que, estando acostado ya, avanzada la noche, y sin poder dormir, Raimundo Silva se levantó y fue a la cocina, abrió el cubo de la basura y recogió la mancillada rosa, que delicadamente limpió y lavó en un hilo de agua para no dañar sus frágiles pétalos, luego la restituyó al solitario, amparando su corola decaída con una pila de libros sobrepuestos, el último de los cuales, por interesante coincidencia, era la Historia del Cerco de Lisboa, ejemplar fuera de mercado. El último pensamiento de Raimundo Silva antes de quedarse dormido fue, Mañana llamo, declaración perentoria que está tan de acuerdo, en cuanto promesa, con su carácter vacilante como si hubiera sido proferida, con real decisión, por persona más resuelta, el caso está en que no todo se puede hacer hoy, ya es bastante la firmeza cuando no lo dejamos para pasado mañana.