No estaba ya la señora María, lo que enfadó a Raimundo Silva, y no por haber ella abreviado sus tareas, si así lo hizo, sino porque ahora no había nadie entre él y el teléfono, ningún indiscreto testigo que, con su presencia, pudiera absolverlo de la cobardía, o timidez, opción vocabularia menos contundente, que lo derrotó al enfrentarse con aquel su otro yo que con tan fina astucia había arrancado a la telefonista de la editorial el número de la doctora María Sara, secreto, como se vio, de los mejor guardados del universo. Pero ese diferente Raimundo Silva no es compañía cierta, tiene sus días, o ni tanto, sólo horas y segundos, a veces irrumpe con una fuerza que parece capaz de remover mundos, los de fuera y los de dentro, pero no dura, tan deprisa viene luego la otra parte, fuego que apenas encendido ya se apaga. El Raimundo Silva que está delante del teléfono, impotente para levantar el auricular y marcar un número, fue hombre, desde lo alto del castillo, y teniendo a sus pies la ciudad, fue hombre, decimos, capaz de elaborar las tácticas más convenientes a la ingente tarea de cercar y conquistar Lisboa, pero ahora poco le falta para arrepentirse del momento de audacia loca en que cedió a la voluntad del otro, y llegando al punto de buscar en los bolsillos el papel donde tomó nota del número, no para utilizarlo, sino con la esperanza de haberlo perdido. No lo ha perdido, está ahí, en la mano abierta, arrugado, como si, y así había sido realmente, aunque de eso no se acuerde Raimundo Silva, durante todo el tiempo lo hubiera estado buscando y tocando, con miedo de perderlo. Sentado a la mesa, con el teléfono al lado, Raimundo Silva imagina lo que podría ocurrir si decidiera marcar el número, qué conversación trabaría diferente de la antes inventada, y cuando está pasando revista a las diversas posibilidades, se le ocurre y es absurdo que se le ocurra por primera vez, que nada sabe de la vida particular de María Sara, si está casada, viuda, soltera o divorciada, si tiene hijos, si vive con sus padres o sólo con uno de ellos, o con ninguno, y esa realidad ignorada se vuelve amenazadora, agita y derrumba las frágiles arquitecturas del sueño y la estúpida esperanza que ha andado levantando desde hace algunas semanas en suelo de arena y ninguna firmeza, Supongamos que marco el número y me sale una voz de hombre que me dice que no puede ponerse ella al teléfono, que está en la cama, pero que le diga lo que pretendo, si es recado, pregunta o información, que no, que sólo quería saber si la doctora María Sara está mejor, sí, un colega, y mientras estaba diciéndolo me preguntaría, una vez más, si realmente la palabra tiene aplicación en este caso, tratándose de la relación profesional existente entre un corrector y su jefe, y llegando la conversación al final yo preguntaría Con quién he hablado, y él respondería Soy el marido, aunque cierto es que ella no lleva alianza, pero eso no significa nada, no faltan por ahí matrimonios que no la usan y por eso no se consideran menos felices, o no lo son, qué más da, por otra parte, la respuesta del hombre sería igual en cualquier caso, diría Soy el marido, aunque no lo fuese, desde luego con seguridad no me iba a responder Soy su compañero, eso de compañero ha dejado de usarse, y mucho menos Soy el hombre con quien ella vive, nadie se expresaría de modo tan grosero, pero hay algo en María Sara que me dice que no está casada, no se trata sólo de la falta de alianza, es algo indefinible, una manera de hablar, una manera de estar atenta que en cada momento parece querer evadirse hacia otro lugar, y cuando digo casada también podría decir vivir con un hombre, o tener un hombre aunque no viva con él, eso a lo que suele llamarse una relación formal, o relaciones casuales, sin compromiso ni consecuencias, son las que más abundan en los tiempos de hoy, que de tales bienaventuranzas no puedo decir que tenga yo gran experiencia, poco más hago que observar el mundo y aprender de quien sabe, el noventa por ciento del conocimiento que creemos tener de ahí nos viene, no de lo que vivimos, y está también lo presentido, esa nebulosa informe donde ocasionalmente brilla una súbita luz a la que damos el nombre de intuición, ahora bien, yo presiento e intuyo que no hay hombre alguno en la vida de María Sara, aunque parezca imposible siendo tan bonita como es,