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– ¡Apagad esas luces o me dejaréis ciega! ¡Y callaos! ¡Vais a despertar al bebé!

Más risas, más fuertes que antes, pero tres de las cuatro linternas se apagaron. Sammy enfocó con su linterna hacia la puerta y lo que vio no la consoló: Frankie DeLesseps y Mel Searles flanqueando a Carter Thibodeau y a Georgia Roux. Georgia, la chica que le había aplastado el pecho con un pie esa tarde y que la había llamado «bollera». Una mujer, pero una mujer peligrosa.

Lucían sus placas. Y estaban muy borrachos.

– ¿Qué queréis? Es tarde.

– Queremos «costo» -dijo Georgia-. Tú la vendes, así qué danos un poco.

– Quiero pillar un colocón para flipar un montón y reírme mogollón -dijo Mel, y luego se rió: nyuck, nyuck, nyuck.

– No tengo -respondió Sammy.

– Y una mierda, la caravana apesta a porro -le espetó Carter-. Véndenos un poco. No seas zorra.

– Sí -añadió Georgia. Bajo la luz de la linterna de Sammy, sus ojos tenían un destello plateado-. Da igual que seamos polis.

Todos estallaron en carcajadas. Acabarían despertando al bebé.

– ¡No! -Sammy intentó cerrar la puerta, pero Thibodeau la abrió de nuevo. Lo hizo con la palma de la mano, sin ningún problema, pero Sammy retrocedió tambaleándose. Tropezó con el maldito tren de Little Walter y cayó de culo por segunda vez ese día. Se le levantó la camiseta.

– Oooh, braguitas rosa, ¿esperas la visita de alguna de tus amigas? -preguntó Georgia, y todos estallaron en carcajadas de nuevo. Volvieron a encender las linternas y le enfocaron la cara.

Sammy se bajó la camiseta con tanta fuerza que estuvo a punto de rasgarse el cuello. Luego se puso en pie como buenamente pudo, mientras los haces de luz recorrían su cuerpo.

– Sé una buena anfitriona e invítanos a pasar -dijo Frankie mientras entraba por la puerta-. Muchas gracias. -Iluminó la salita con su linterna-. Menuda pocilga.

– ¡Una pocilga para una cerda! -gritó Georgia, y todos se echaron a reír de nuevo-. ¡Si yo fuera Phil, volvería del bosque solo para darte una paliza! -Levantó el puño y Carter Thibodeau hizo chocar el suyo contra el de ella.

– ¿Aún está escondido en la emisora de radio? -preguntó Mel-. ¿Colocándose? ¿Con sus paranoias sobre Jesús?

– No sé a qué te… -Ya no estaba enfadada, solo asustada. Ese era el modo inconexo en que hablaba la gente en las pesadillas que podía tener uno si fumaba hierba mezclada con PCP-. ¡Phil se ha ido!

Los cuatro se miraron y se rieron. El estúpido nyuck-nyuck-nyuck de Searles destacaba entre los demás.

– ¡Se ha ido! ¡Se ha largado! -gritó Frankie.

– ¡Y a quién cojones le extraña! -replicó Carter, y ambos entrechocaron sus puños.

Georgia cogió unos cuantos libros que Sammy tenía en la estantería y los hojeó.

– ¿Nora Roberts? ¿Sandra Brown? ¿Stephenie Meyer? ¿Lees esto? ¿No sabes que Harry Potter es el puto amo? -Estiró los brazos y dejó caer los libros al suelo.

El bebé aún no se había despertado. Era un milagro.

– ¿Si os vendo costo os iréis? -preguntó Sammy.

– Claro -respondió Frankie.

– Y date prisa -dijo Carter-. Mañana nos toca empezar turno pronto. Hay que planear la eee-va-cua-ción. Así que mueve ese culo gordo que tienes.

– Esperad aquí.

Se fue a la cocina; abrió el congelador -estaba caliente, todo se había derretido y, por algún motivo, eso hizo que le entraran ganas de llorar- y cogió una de las bolsas con droga que guardaba ahí. Quedaban tres más.

Cuando iba a volverse, alguien la agarró y le quitó la bolsa de la mano.

– Déjame ver otra vez esas braguitas rosa -le dijo Mel al oído-. A ver si llevas escrita la palabra DOMINGO en el culo. -Le levantó la camiseta hasta la cintura-. No, ya me lo imaginaba.

– ¡Basta ya! ¡Para!

Mel se rió: nyuck, nyuck, nyuck.

La luz de una linterna la cegó, pero reconoció la estrecha cabeza que se ocultaba tras ella: Frankie DeLesseps.

– Hoy has sido muy borde conmigo -dijo-. Además, me has dado un bofetón y me has hecho daño en la mano. Y lo único que hice fue esto. -Estiró un brazo y le agarró un pecho de nuevo.

Sammy intentó apartarse. El rayo de luz que le enfocaba la cara subió momentáneamente hacia el techo y descendió rápidamente. Sintió una punzada de dolor en la cabeza. La había golpeado con la linterna.

– ¡Ay! ¡Ay, me has hecho daño! ¡PARA YA!

– Y una mierda, eso no te ha hecho daño. Tienes suerte de que no te detenga por tráfico de drogas. Si no quieres que te dé otra hostia quédate quieta.

– Este costo apesta -dijo Mel con naturalidad. Aún estaba detrás de ella y no le había bajado la camiseta.

– Como ella -añadió Georgia.

– Tengo que confiscarte la hierba, puta -dijo Carter-. Lo siento.

Frankie le estaba sobando el pecho.

– Estate quieta. -Le pellizcó el pezón-. Estate quieta de una vez -le ordenó con voz ronca y respiración agitada.

Sammy sabía qué iba a pasar. Cerró los ojos. Que no se despierte el bebé, pensó. Y que no hagan nada más. O algo peor.

– Venga -lo animó Georgia-. Enséñale lo que se ha perdido desde que se fue Phil.

Frankie señaló la sala de estar con la linterna.

– Ponte en el sofá. Y ábrete de piernas.

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