– ¿No quieres leerle los derechos antes? -preguntó Mel, y se rió: nyuck, nyuck, nyuck.
Sammy pensó que como oyera esa risa una vez más le estallaría la cabeza. Pero se dirigió hacia el sofá, con la cabeza gacha y los hombros caídos.
Carter la agarró, le hizo darse la vuelta y se iluminó la cara, que se convirtió en una máscara de trasgo.
– ¿Soltarás prenda sobre esto, Sammy?
– N-n-no.
La máscara de trasgo asintió.
– Haces bien. Porque, de todos modos, nadie te creería. Salvo nosotros, claro, y entonces tendríamos que volver y darte una paliza de las buenas.
Frankie la tiró en el sofá de un empujón.
– Tíratela -dijo Georgia, excitada, mientras enfocaba a Sammy con la linterna-. ¡Tírate a esa zorra!
Los tres muchachos se la tiraron. Frankie fue el primero.
– Tienes que aprender a mantener la boca cerrada excepto cuando estás de rodillas -le susurró mientras la embestía.
Carter fue el siguiente. Mientras la montaba, Little Walter se despertó y empezó a llorar.
– ¡Cállate, mocoso, o tendré que leerte los derechos! -gritó Mel Searles, y luego se rió.
Nyuck, nyuck, nyuck.
11
Era casi medianoche.
Linda Everett estaba sumida en un profundo sueño en su mitad de la cama; había sido un día agotador, al día siguiente tenía una reunión a primera hora (para preparar la eee-va-cua-ción), y ni siquiera sus preocupaciones por Janelle pudieron mantenerla despierta. No llegaba lo que se dice a roncar, sino que emitía un suave cuip-cuip-cuip.
Rusty también había tenido un día agotador, pero no podía dormir, aunque no estaba preocupado por Jan. Creía que estaría bien, al menos durante un tiempo. Podía mantener sus ataques a raya si no empeoraban. Si se quedaba sin Zarontin en la farmacia del hospital, podría conseguir más en la de Sanders.
Pero no dejaba de pensar en el doctor Haskell. Y en Rory Dinsmore, por supuesto. Rusty no podía dejar de ver la cuenca ensangrentada y desgarrada en la que había estado alojado el ojo. No podía dejar de oír a Ron Haskell diciéndole a Ginny: «No me hagas perder al paciente… ¡La paciencia, quiero decir, joder!».
Salvo que al final sí que lo había perdido.
Empezó a dar vueltas en la cama, intentando dejar atrás esos recuerdos, que fueron sustituidos por el murmullo de Rory «Es Halloween», que a su vez quedó tapado por la voz de su propia hija: «¡Es culpa de la Gran Calabaza! ¡Tienes que parar a la Gran Calabaza!».
Su hija había tenido un ataque. El hijo de los Dinsmore había recibido el impacto de una bala rebotada en el ojo, y el de un fragmento de bala en el cerebro. ¿Qué le decía eso a él?
Quizá había sido eso. Quizá sí. Pero hacía ya mucho tiempo de
Se dio la vuelta hacia el otro lado y esta vez vio el titular en negrita del
Era inútil. Era imposible que se quedara dormido, y lo peor que podía hacer en una situación como esa era empezar a fustigarse para alcanzar el país de los sueños.
Abajo quedaba un pedazo del famoso pastel de naranja y arándanos de Linda; lo había visto en la encimera al entrar. Rusty decidió que se comería un trozo en la mesa de la cocina y que hojearía el último número de
Se levantó. Un hombretón vestido con la ropa de trabajo azul que acostumbraba a usar como pijama. Salió sin hacer ruido para no despertar a Linda.
En mitad de la escalera, se detuvo y ladeó la cabeza.
Audrey estaba gimiendo, sin hacer apenas ruido. En la habitación de las niñas. Rusty bajó y abrió la puerta. El golden retriever, una sombra tenue entre las camas de las niñas, se volvió para mirarlo y emitió otro de esos gemidos.
Judy estaba tumbada de costado, con una mano bajo la mejilla, y tenía una respiración larga y pausada. Jannie era otra historia. No paraba de dar vueltas, de mover las sábanas con los pies y de murmurar. Rusty pasó por encima de la perra y se sentó junto a su cama, bajo el último póster de un grupo musical de chicos.
Estaba soñando. Y a juzgar por su expresión de preocupación estaba teniendo una pesadilla. Sus murmullos parecían una especie de protesta o queja. Rusty intentó averiguar qué decía, pero antes de que pudiera entender algo, su hija calló.
Audrey volvió a gemir.